lunes, 5 de enero de 2009

GALERIA IMÁGENES PASAJERAS



"EMBELLECER LA VIDA ES DARLE OBJETO. SALIR DE SÍ ES IDOMABLE ANHELO HUMANO, Y HACE BIEN A LOS HOMBRES QUIEN PROCURE
HERMOSEAR SU EXISTENCIA,
PARA QUE VIVA CONTENTO CON ESTAR EN SÍ"
Nota del autor:
Las obras que presento en esta selecciòn son representativas de mi poducciòn artìstica durante màs de diez años de residencia en la ciudad de Mèxico, muchas de ellas forman parte de colecciones particulares y permanentes, que de alguna manera, integran el significativo mosaico de la pintura cubana y latinoamericana en este paìs.
"En el Mar de las Antillas"/acrílico/lienzo/200 x 200 cm.
"Las Espectativas de la Tierra"/acrílico/ lienzo/150 x 200 cm.
"Apoteósis del Otoño"/acrílico/lienzo/200 x 200 cm.






























GALERÍA IMAGENES PASAJERAS"

"En el Mar de las Antillas I" acrílico sobre lienzo/150 x 200 cm.
"En el Mar de las Antillas II"acrílico sobre lienzo/150 x 200 cm
"En el Mar de las Antillas III" acrílico sobre lienzo 150 x 200 cm
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domingo, 4 de enero de 2009

ARTE Y SOLIDARIDAD

CONSIDERO EL ACTO DE CREACIÓN, UNA EXPERIENCIA COMPARTIBLE E INTERCAMBIABLE Y ENRIQUECEDORA, UN LABORATORIO EN EL CUAL FUNCIONA LA RETROALIMENTACIÓN EN LA BUSQUEDA DE UN PRODUCTO SENCIBLE A LA COMUNICACIÓN EN UN GRUPO RECEPTOR CADA VEZ MÁS AMPLIO.

En la foto: durante el curso práctico de arte y creación facilitado por el mtro. Armando Gómez y organizado por la mtra. Virginia Neve, en la ciudad de Querétaro con un grupo de artistas de la localidad.

martes, 30 de diciembre de 2008

LA CASA DE UNO: Novela (fragmentos)







LA CASA DE UNO
(Novela)
Armando Gómez Peña


Arrastrado por la obsesión de recordar y el presagio de que está próximo a su fin, Ecliserio camina despacio hacia el malecón, tal vez buscando alejarse de los ruidos habituales; las aguas le entregan su rumor desde una eternidad familiar que lo hace feliz, un espacio lo suficiente basto para mitigar su desmoronamiento físico y espiritual.
Conociendo yo a Ecliserio como lo conozco, se que pasará mucho tiempo entretenido, expuesto a la rabiosa investida de las olas. Siempre ha querido explicar con palabras lo que la otra (que es ella y a la vez la gente) puede hacer con ligereza, pronunciando en un santiamén todas las traducciones posibles. Entonces guarda silencio. Prefiere entretenerse junto al mar, alentado por un jadeante atardecer capitalino que ni siquiera le pertenece. Pretende someterse a un algo que le ayude a nombrar las cosas de otra manera.
Casi adiviné lo que intentaba con aquel desafío: escapar a los misterios, a todas las cosas que cuelgan de sí o lo acechan a distancia. Alguien o algo moviéndose de un lado a otro con la virtuosa capacidad de lobreguez que lo caracteriza, ha decidido no renunciar a su heredad, al deseo como una realidad ineludible; él lo sabe también y sonríe mientras contempla las ruinas que forman parte del perfil de la Habana. Ecliserio escogió aquella intemperie, el silencio trasnochado del tiempo y la espléndida bahía, su paraje favorito a dónde muchas otras veces solía venir.
La gente no lo habría reconocido en ese inútil empeño. No es él precisamente un pescador de oficio, pero se entretiene echando el anzuelo. Sabe que allí no cogerá un gran pez, sin embargo, lo toma como un esparcimiento, un juego del destino que lo desvela, ruidos interiores lo ensordecen, y a intervalos la calma. Indiferencia de sí y del fluir de la sangre circulando dentro de su cuerpo.
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Tendido boca arriba en el patio, Ecliserio deja que ella dibuje ladrillos en su cuerpo desnudo. Se ríe a carcajadas de niño bajo la inmensa cúpula celeste. Fue en vísperas de la noche buena, cuando los parientes de la costa, llegaron por sorpresa en una carreta crujiente. Nunca había visto tantos tíos y primos juntos y a él le dieron ganas de salir corriendo, pero la apoteosis duró poco tiempo. Todo se redujo a varias travesuras improvisadas entre los muchachos, el chillido lejano de un puerco escogido para la cena, y el revoloteo de las gallinas.
Las mujeres, en un fogón de leña avivando el fuego y riéndose. Después de la cena se fueron en la misma carreta y Ecliserio regresó al patio, se desnudó y le dijo a Nenita: sigue.
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Al otro lado del jardín el abuelo había cavado un pozo. Su abuelo, el que ahora dibuja de memoria y lo arma como un rompecabezas es el mismo que yo recuerdo renegando contra si mismo, llevándose las manos a la cabeza, bufando de rabia por el error de perforar en un suelo de agua salobre. No era su culpa. En aquellos tiempos para encontrar agua debajo de la tierra, había que confiarlo al asar, a lo que intuye la experiencia o, esperar una efímera luz que aparezca de repente y se pose en el lugar exacto. (Ellos creían en esas luces que salen a veces por la madrugada y que era algún muerto indicando que allí encontraría dinero enterrado). Los cálculos del abuelo fallaron esta vez y del profundo hueco salió un olor penetrante de azufre.

En los siguientes días, unos hombres del pueblo vinieron a construir un molino de viento y la gente veía con asombro el enorme chorro de sulfurosas aguas, lanzado al camino por la fuerza del reguilete, dejando un torcido rastro de yerba, contaminada y seca. -"hay que cegarlo-, dijo resignado Don Pancho, el abuelo: - de nada sirve gastar tiempo y dinero- en esta tierra movediza para embrocalar un pozo necesitamos postes de madera dura, de esos que se entrecruzan como en el abra de las minas..."

"...Antes de que cegaran el pozo, Ecliserio metía la cabeza entre las dos tablas de la cubierta y se asomaba. Sentía una rara sensación sabiendo que podía caer, perderse en aquel oscuro fondo. Era como regresar a su origen. Que terrible imaginarse una eternidad en aquel ojo de agua abismal. Nada podía ser más parecido al infierno..."

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Sin embargo, las noches eran diferentes. Ecliserio siempre le tuvo miedo a la oscuridad y como dormían en el mismo cuarto, Marina apagaba las luces y punto; Para orinar, él se tiraba descalzo de la cama y salía al patio, tiritando y debatiéndose entre dos alternativas: aterrarse con las apariciones o aparatos, que según los cuentos salían por allí, o soportar los pleitos de Marina su madre, que al descubrir el colchón entripado lo regañaba con voz chillona, y formaba un escándalo en todo el vecindario y no había quien la callara. Por eso esperaba con ansias el amanecer. Aquella luz matinal era semejante a la libertad.
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Los muchachos de la Colonia vivían la misma libertad de las bestias, en medio de un paraíso de caña y cocoteros. Así eran entonces las plantaciones en las colonias del oriente de Cuba. Majestuosas. Aunque en las tierras bajas la caña crecía raquítica, a penas ocultando algunos arroyuelos, que en contados meses del año se convertían en lugares de pesca, una diversión. Pasaban muchos días lloviendo sin parar y en el arroyo, los camarones se amontonaban en el fondo, debajo de las piedras. A mitad del “temporal”, si había suficientes “pitices”, todos nos sentíamos radiantes; nos traíamos a la mesa un buen plato de éstos crustáceos a la parrilla con boniato(camote) asado; aprendimos con el abuelo a enterrarlos en el rescoldo de la ceniza en un fogón de leña.
Me atrevo a decir que Hilario se complacía con este “mal tiempo”, pues con tanto fango era imposible meterse a desyerbar los cañaverales. El padre de Ecliserio y Eulalio, no era muy largo para cortar caña, en realidad como machetero no ganaba mucho.
En una de esas tardes de temporal, Ecliserio desapareció caminando hacia la línea del tren. Uno de esos trenes que recorrían varias colonias para acarrear la caña cortada y llevarla al ingenio. La llovizna bañaba su rostro y él, cantando en voz alta; bien alta para no percibir ruidos extraños, murmullos, o un borboteo de manantiales a flor de tierra. Escuchaba el acompasado croar de las ranas celebrando su ambiente favorito. Era la época de los grandes charcos repletos de bichos que nadan y él, con un sobresalto provocado por el desliz del jubo sobre el pastizal. No es una buena idea irse. Escaparse huyendo lo sabía, pero quien soportaba la ira de su padre, un hombre que sólo imponía su respeto con un cinturón de cuero, lanzando el latigazo y, a lo que pegue.
Era una costumbre para los muchachos alejarse del Batey. Irse por ahí, a ocultarse en los cañaverales, y esperar que todo en casa vuelva a la normalidad.

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"...Ecliserio había conocido como herencia, una libertad escondida, flanqueada por espesos cañaverales, sabía que más tarde llegaría, agazapado y, como otras veces, nada grave sucedería.
Él, juglar machetero, ha cambiado la violencia por la guitarra y llueve. Marina le ofrece un irresistible café recién colado. El tío artesano se empeña en hacer jarros y candiles, martillando artefactos, alambres y cadenas… casi se ha vuelto loco..."

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"...No es la primera vez que Ecliserio llega a la línea a ver el paso del tren cañero. Está de pie frente al camino de hierro que separa los territorios en dos: paisaje conocido y mundo inexplorado. No es un día cualquiera. Es día de quincena y a la entrada de la tienda se agrupan hombres y caballos. Es una casa de madera pintada de rojo y verde con techo de tejas y portal de zinc. Su abuelo hace las compras y él se queda afuera leyendo lo que dicen los anuncios y deletrea y vuelve a deletrear: coca cola red rock cola pepsi cola ironbeer COCA COLA, RED ROCK COLA, PEPSI COLA, IRONBEER, PIÑA PIJUAN, JUPIÑA, CAWY, MATERVA, AGUA SALUTARIS. JABÓN CANDADO, OSO BLANCO, RINA, PALMOLIVE, HIEL DE VACA, PASTA GRAVI, CREMA DENTAL COLGATE, y a esta tienda ya no le queda espacio en las paredes. Cada vez vienen los carros a traer la mercancía, pegan nuevos anuncios. “Ahí viene el tren” dice, y un aire caliente de mediodía acaricia la bastedad del cañaveral.
El abuelo mira de lejos, desde allá adentro con un sombrero blanco de pajilla y el tren parece decir “quichinbaqui quititaqui, quichimbaqui quititaqui…"

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Ecliserio en nada se parecía a su hermano adoptivo, porque él odiaba a su padre y lo culpaba de casi todas las desdichas, incluso del sufrimiento de Marina que era una tragedia mayor. Permanecía perturbado por la contemplación. Pero a pesar de lo retraído y temeroso, sabía robarle un cariño especial a su primo Eulalio. Algo que yo definía como ese “amor de uno” por uno mismo..."

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"...Después lo vi muy diferente. Alejado de Eulalio y de Nenita, la niña que venía a los rincones aislados del jardín, invitándolo a los juegos que a una edad muy temprana les dio por celebrar entre sí. Pero ella y el castigo eran una misma cosa, ella y los regaños constantes y los gritos de los vecinos propagándose de una casa a la otra y la madre diciendo: ¡Nenita, adonde te has metido desgraciada! Y las cosas llegaron a tal extremo que a Ecliserio le dio por esconderse en el pozo, un sitio que ella ignoraba. Cerró con ímpetu la puerta de su casa; esto no debe suceder, mi casa soy yo, pero todo fue inútil y entonces esperaba el momento oportuno. Sólo podía justificar aquellas largas ausencias huyendo, porque todo se daba en una suerte de tregua, mientras su padre se contenía de cualquier molestia, improvisando décimas con su guitarra.
Hilario era un hombre que ignoraba casi todo, principalmente aquello relacionado con la belleza, no creo que tomara la música como un arte, aunque fingía ser un padre amoroso, otras ocupaciones lo distanciaban de la familia..."


Antes de dormirse, Ecliserio escuchaba desde su lecho un susurro en la cama de sus padres, “que no me toques que te he dicho mil veces que no llegues borracho” y se quedaba dormido con esa sensación de intuir las cosas. No tenía conciencia de lo que sucedía en aquel momento, pero un escalofrió le subía desde su ombligo a la garganta.
Al día siguiente, se notaba en el ambiente, una pesada hostilidad. Hilario buscaba momentos de evasión. No le rendía cuentas a nadie, lo veíamos salir correctamente afeitado con un sombrero de pajilla y un traje blanco ceñido al cuerpo y su guitarra al hombro, subir al caballo y perderse por varios días. Ecliserio le decía entre dientes: “no te condeno, viejo sinvergüenza, soy feliz con lo que tú ignoras; me basta con haber conocido un amor secreto y dulce”.

Como hubiera querido Ecliserio nombrar las cosas, estampar sus sueños en una página blanca perdurable, pero al saltar de su cama al jardín, trazaba sus dibujos sobre la arenisca de un patio que su abuela barría cada mañana, se conformaba con la apropiación efímera del contorno de sus bestias. Regresar al pozo de “su ciudad perdida” era un acto del pasado inmediato: - al menos creo saber quien soy – decía- y hasta tengo pasado. Antes ni siquiera me preocupaba contar los días.

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"...Uno de aquellos dìas hostiles de tiempo muerto, su padre le dijo: "ya ustedes tienen edad de doblar el lomo, serìa bueno que me ayudaran en la limpia de caña" mirò a Ecliserio dibujar en un cuaderno y agregò:"Después si queda tiempo se alistan en la escuela rural" Les habìa comprado un sombrero y unas botas a cada uno porque no esperò màs y les dijo: "mañana nos vamos a la limpia de caña". Ya no te vas a llamar Ecliserio; te llamarás Zorrillo; y volteó para donde estaba el otro a quien le habían puesto Eulalio y le dijo: tú te llamarás Espabilano. Allá estaban al día siguiente, a medio día en el cañaveral con un sol abrasador.

De vez en cuando miraban a Hilario de reojo apretando los dientes con una rabia desesperada, cuchicheando que los juegos se fueron al carajo y no hay tiempo para pensar en las sorpresas del abuelo, ese buen amigo quijotesco que saca de una bolsa a manos llenas los soldaditos de plomo y los trompos de madera y los payasos de hojalata aunque no sea Día de Reyes.
Eulalio (Espabiliano) adoraba su sombrero y las botas de piel que le habían regalado. Las usaba a toda hora con evidente orgullo de guajiro nato. Sentía una pasión exagerada por las herramientas del campo. Eran para él como juguetes. Cuando hablaba del arado, ese que tiene forma de proa, (único implemento que el abuelo empleaba para romper la tierra con un solo buey) lo consideraba una reliquia de familia. Conocía muy bien la coa, el garabato, el azadón, la guámpara, y el machete de podar los mayales..."


Enseguida que Ecliserio regresó del campo, tiró el sombrero y colgó las botas de un gancho. No las volvió a mirar por muchos días. Les pagaron muy poco, “mira que pasarse una quincena cortando bejucos y arrancando la yerba mala para que salgan con esa mierda” y se iba descalzo hasta la orilla del pozo ciego, que de pronto parecía el cráter de un viejo volcán, cubierto por un frondoso bosque de helechos.

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El Batey de Colonia Uno estaba enclavado en una elevación con arboledas y pequeñas parcelas sembradas de hortalizas. Don Pancho había trabajado esas tierras con un entusiasmo desbordante, pero lamentaba la mala suerte que tuvo con el pozo.
Lleno de desaliento el abuelo, callejón abajo, justo donde nacía la cañada, miraba los manantiales, el agua dulce fluyendo todo el año. Pero la gente de por allí, en su mayoría mujeres, tenían que bajar la loma por un trillo sinuoso, sacar el agua de la poceta, y cargarla cuesta arriba en unas latas que colgaban de una vara.
Una noche de 1949, escuchábamos en el radio las aventuras de Leonardo Moncada. Teníamos un radio Emerson conectado a una batería de igual tamaño. Los episodios y la pelota (base ball)era una de las pocas divesiones para la gente en el batey. Pero esa noche, un irresistible ruido de motores, varios camiones irrumpieron, deslumbrando a todos con sus potentes focos. El dueño de Colonia Uno había comprado sus primeros camiónes para llevar la caña hasta la grúa. Después llegaron los tractores y una serie de implementos para los cultivos, Ecliserio tenía nueve años y decididamente no le gustaba el campo. Sin embargo la presencia de aquellos artefactos lo llenó de curiosidad y alegría. Le era grato andar entre las novedosas maquinas y los olores fuertes de la gasolina, el fabuloso espectáculo que le resultaba contemplar un motor en marcha.
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"...La casa de uno va iluminándose, en tanto dejamos entrar las luces de otras casas. Ella, su abuela Paula tiene un mérito imborrable: lo enseñó a leer. Ecliserio se convirtió en la contrapartida de su padre quien no tuvo el menor beneficio de las letras, y cuando digo letras no me refiero a la literatura clásica. Sencillamente los veintiocho caracteres del alfabeto. Aunque Hilario aprendió a escribir, nunca las utilizó al cien por ciento. Y escribía: café = kfe, caña = kña, caballo = kaballo. Abuela le enseñó a Ecliserio el abecé en muy pocos días y recuerdo su rostro lleno de felicidad al comprobar que ya podía leer los titulares de la revista Bohemia, la mas famosa de Cuba en aquella época. Era un buen discípulo y se ganó su corazón para siempre..."
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"...Ecliserio vuelve su espalda al camino y ve a su madre asomada junto a la cerca. Ella se queda ahí parada y empieza a gritar pero tantos gritos y chillidos le llegan interceptados por un remolino agitando la paja seca. A lo lejos se ve rabiosa, elevándose contra las nubosidades de la tarde..."

"...Aquella tarde vio a su madre, cuesta arriba por el mismo trillo sinuoso, cargando en una vara dos latas de agua. No hizo nada. Eulalio hubiera dicho: -¡paren ahí, coño, paren el jeep por que me tiro…me tiro! Era todo un hombre y amaba con locura a Marina, la quería como a su propia madre. No la hubiera dejado dar un paso con la carga. Pero Ecliserio no hizo nada, se lo fueron llevando así, alejándolo hasta que la perdió de vista..."


"...Yo sé que ella sufrió en silencio esta separación temporal o tal vez se pasó todos aquellos meses diciéndole a Hilario que fuera a buscarlo. Sin embargo, Ecliserio disfrutó una agradable temporada en Holguín, (aunque se preguntaba cuanto tiempo estaría lejos de su casa, para él fue breve) una experiencia que lo definió: amar la ciudad, olvidarse del Zorrillo, aquel personaje que le habían asignado para animar unas pocas jornadas en la limpia de caña..."


"...En unos cuantos días Ecliserio estaba de regreso a casa, y ya no vio la Colonia Uno con los mismos ojos. Él como el Zorrillo de los cañaverales, jamás habría conocido las luces de neón iluminando gigantescas fachadas, ni se habría embelesado con su cara pegada a las vidrieras navideñas que lo llenaban de una inmensa alegría; no tuvo mucho tiempo para echar de menos a su casa, pues siendo un niño favorecido por su padrino Don Benigno, dueño de la Colonia Uno, se desvelaba conociendo muchos rincones de Holguín, y muy pronto lo llevaron a conocer el mar.
Acompañar a un hombre de negocio que a la vez era una figura política, provocaba veneración y euforia desmedida en la gente de los lugares por donde transitaban. Aquellos periplos fueron fascinantes para Ecliserio que se la pasaba viajando de una ciudad a otra, conociendo mundos diferentes a través de los cristales del yip: luces, luces y colores; multitudes pregonando aromas y cacharros, agasajos y dulces que él tenía a su alcance y podía comer hasta empalagarse. ¿Sabes que luces son aquellas azules y rojas? Le preguntaba Don Benigno, señalando desde una pendiente en la carretera rumbo a Holguín- No sé, no sé. Parece una torre de teléfonos, decía él con cara de idiota. Son las luces del teatro Infante completamente visibles desde esta loma..."


"...No pudo evitar las lágrimas el día que su madre, acompañada de Hilario, tuvo que viajar a Holguín para sacar la cédula y darle el voto a Batista. Ecliserio estaba feliz, pues se había hecho la idea de que ya iba a regresar a casa ese mismo día. Marina le sonrió con un guiño de complicidad, como diciéndole te regresas con nosotros. La vi muy bonita, con su pelo largo y un vestido de crepé rosa que no le había visto antes. Pero todo terminó en una falsa alegría para Ecliserio, porque su padrino lo había inscrito en un colegio particular. Hilario no puso ningún obstáculo. No esperaba nada bueno del muchacho como futuro machetero en la colonia y optó por dejarlo en Holguín un tiempo más. Pero no duró mucho en la ciudad. Le tocó comenzar el año 1950 en su Batey de la Colonia Uno..."
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"...Volvieron a la escuelita rural de La Palma. En tiempo de sequía, acortaban camino por un atajo, y hacían menos de una hora, pero estas veredas eran intransitables en la temporada de lluvia, aunque no les impedía asistir. Ecliserio era el primero en despertarse, siempre alerta de no amanecer con el colchón mojado. No había nada más placentero para él que orinar al aire libre, lanzando el chorro sobre un follaje de romerillo que su abuela siempre había hecho respetar – “porque son yerbas que curan el catarro” y Ecliserio pensaba: a mí que ni se les ocurra darme a probar el sumo de esas hojas bautizadas con orine..."


"...Realmente aquellos meses fueron divertidos, al menos Ecliserio creció en muchos aspectos. Sin embargo Eulalio no sacó gran provecho de la escuela rural. A duras penas, terminó el primer grado. Faltaba a clases con frecuencia porque, cuando decía -no voy- no había quien lo obligara y, naturalmente, terminaba escondiéndose hasta muchas horas después que aparecía cargado de mangos o alguna otra fruta de la temporada, cantando como gallo, o imitando los ladridos de un perro..."


"...No creo que sea tan importante recordar los más de cuarenta nombres reunidos en la escuelita, incluyendo al maestro que era un hombre blanco, alto, de ojos azules y licenciado de una academia militar, suficiente virtud para aplicar una férrea disciplina. Sabíamos que se llamaba Marco, pero muy pocas veces podíamos escuchar su nombre, pues lógicamente había que llamarlo maestro. De lo que si estoy seguro es que no había nombres que empezaran con Y, y aquella minoría de niñas que compartían el aula eran delicadamente reservadas. Aparte de Nenita que nos acompañaba en el camino y a veces era como un muchacho más en el grupo, tirando piedras o trepando un árbol de mango para coger el fruto de su antojo..."


"...Las niñas eran amistosas, pero se mantenían alejadas, con excepción de Enriqueta, una gorda risueña que hablaba con todos, era realmente hermosa, pero la más atractiva era Magali, quien de alguna manera fue la pretensión de casi todos los alumnos. Creo que Ecliserio fue visto con envidia, porque a pesar de su timidez, fue objeto de atracción para Magali, quien a la hora del recreo lo invitaba a su pupitre para dibujar. Eulalio se iba con los otros muchachos al pequeño campo de pelota y trataba de ser bueno en el equipo, pero Eulalio era el mejor, famoso por sus inesperados jonrones de zurdo..."


"...El otro bueno era Raulito, quien a penas se distinguía encima de un poderoso caballo blanco y a quien habían regañado varias veces por entrar al aula con sombrero. Lo hacía para presumir un excelente sombrero tejano. Enseguida observé en Ecliserio una evidente antipatía por el arrogante vaquerito y por instinto natural, el también era correspondido con ciertas miradas burlonas y odiosas..."


"...Hasta que llegó el día que se encontraron completamente solos en uno de esos carriles entre dos campos de caña; Ecliserio estrenando un overol blanco de dril perro y una gorra del Almendares. Le iba al equipo. El símbolo que ostentaba el uniforme era adorable: un escorpión blanco sobre fondo azul. No llegó a ser un fanático del base ball, como lo eran la mayoría de sus compañeros, entre ellos Raulito, quien ahora estaba echándole el caballo encima, como diciendo: “aja, así te quería coger”. Entonces vi a Ecliserio agarrar una piedra, pálido y tembloroso. El vaquerito no esperó ni un segundo, se bajó de la bestia y le fue arriba, le quitó la piedra revolcándolo en el fango. Ahí lo tuvo con una llave puesta en el cuello. Ecliserio enrojecido lo escupía una y otra vez. Estaba inmovilizado. No podía defenderse de otra manera. Entonces entró Eulalio en acción. Agarró al Raulito por el cinto y lo alzó como un muñeco de trapo gritándole Oye, hijo de puta, ¿qué te traes con mi hermano? Hasta ahí llegó todo. Se sacudió un poco el fango, subió al caballo y salió como bola por tronera..."
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"...Una noche los forajidos, le prendieron fuego a los cañaverales de la Colonia Uno. Ardieron con tenacidad y sin control. Ecliserio, Eulalio y yo veíamos las llamaradas agitándose en el horizonte. Una densa nube de humo rojizo se extendió rápidamente, acumulándose en el cielo. Se escuchaba un traqueteo lejano; las cañas estallando, escupiendo ramilletes luminosos que parecían luces de bengala. La gente del Batey se aglomeró junto al camino, mientras unos pocos macheteros se acercaron al siniestro tratando de sofocarlo . Ecliserio aterrado por aquel paisaje infernal, se metió a la casa con la sensación de que había sido un mal pensamiento suyo el causante de aquella tragedia..."


"...No fue nada extraño que Ecliserio se pasara varias noches soñando su casa devorada por el fuego y él escapándose, volando o tirándose a un pozo; antes de tocar el fondo, se quedaba quieto como levitando -siempre se escapa de toda persecución, puede sobrevolar la tierra azul, escuchar tronidos lejanos y el aguacero que viene, que llega, las ráfagas, un huracán lo despierta. Su madre lo ha cubierto con una manta limpia y seca-. Sábana santa para él, en las noches de las extrañas conversaciones con los dioses. Abría los ojos siempre entre dos luces, y se tiraba de la cama, corriendo al plantón de romerillos. Ignoraba lo inmediato. Un concierto de chicharras, cantos, ladridos y clamores que provienen del campo, y otros más tenues que llegan de otros campos, y de otros y otros..."


Lo que siguió después fue más sombrío aún; el rigor de un tiempo muerto con miserables expectativas. Siempre que ocurría algo así en la Colonia Uno, las ofertas de trabajo no eran muy buenas. Cortar la caña quemada era una tarea brutal. Los obreros entraban en la madrugada a los campos y salían al atardecer cubiertos de un tizne pegajoso como esos hombres que trabajan en las minas de carbón.
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A menudo Ecliserio recordaba las clases de literatura; o mejor dicho, los comentarios del maestro Marco a la hora de la clase; una asignatura llamada “lenguaje”; porque una vez a Eulalio se le ocurrió decir que su tío era un buen decimista. Entonces el maestro definió la décima diciendo: es una combinación métrica de diez versos octosílabos que riman según el esquema abbaaccddc. Aunque en la estrofa que preferentemente se vierte la inspiración popular, no ha sido despreciada por los clásicos, desde calderón a Zorrilla, hasta nuestros días.
Me imagino que algo así debió haber dicho, pero a Ecliserio se le quedó en la mente lo de “Calderón” por un caldero grande que había en el patio de su casa, y “Zorrilla” por el apodo ocurrente de su padre, quien una vez lo había llamado “Zorrillo”.
Después comprendió que Hilario pensaba casi en versos octosílabos a tal extremo que un día le preguntaron si sabía quien era Don Cándido y el respondió tocando una guitarra pequeña de tres pares de cuerdas:
Desde que impuso la ley
Enterrar al que se muere
Conozco a Cándido Pérez
Con sombrero de yarey.
Eran los últimos meses en la Colonia Uno. Después de varias quemas de cañaverales, y asaltos a macheteros, la gente que vivía por allí, campesinos y jornaleros empezaron a buscar otras tierras a donde emigrar.
Don Benigno, con algunas inquietudes económicas y políticas visitó en varias ocasiones el batey y habló con los pobladores de sus tierras. Había conseguido que Ecliserio continuara los estudios en Holguín, en un colegio religioso. Pero esta vez Hilario y Marina no le dieron el permiso para irse. Los planes eran inmediatos: frustrado por los fracasos y molesto por la idea de Don Benigno de sembrar todo de caña, incluso eliminar las pequeñas hortalizas, Don Pancho decidió conseguir una casa en el cercano poblado de San Agustín.
18
Como un último intento de contentar a sus trabajadores, Don Benigno no sólo prometió construirles nuevas casas sino que, ahora en calidad de senador habría de introducir ante el parlamento, un proyecto de reforma agraria que los beneficiara a todos. Se aproximaban las elecciones y él, postulado para representante en la provincia de Oriente por el Partido Liberal se mostraba más generoso que de costumbre.
Hizo traer un circo, (uno de los tantos que recorrían la isla), con sus telones desteñidos y un elenco de personajes estrafalarios que armaron la carpa en una noche, ocupando un terreno en el batey. Para sorpresa de los chicos allí amaneció el circo Cuban Magian Show. Se establecieron por varios días, ofreciendo su espectáculo gratuito para los niños.
Los muchachos del batey se pasaban días enteros metidos debajo de la tienda de los artistas. Hicieron amistad con un joven que siempre traía un gorro de piel de oso, diciendo que era húngaro. Les había prometido revelar los trucos del mago Percy, si le traían una guacaica viva. Caminaba dando pequeños saltos, hacia girar muchos aros alrededor de su cuerpo y se paraba de cabeza, después tenía el descaro de bajarse su pantalón de payaso y mostrar su pene, flácido y jorobado y ellos salían corriendo, muertos de risa.
Percy era el mago que los había deslumbrado con los artefactos de magia, extraídos de vistosos baúles. Los niños de la colonia nunca habían visto tantos inventos de madera, pañuelos de ceda y puñales plateados. Nada más de verlos así, en el cuarto del mago era para ellos un espectáculo inolvidable.
Eulalio no era muy curioso con estas cosas; se pasaba todo el tiempo mirando un caimán que flotaba paciente en una caja de madera con agua, el reptil tan parecido al mapa de la Isla, parecía estar dormido o muerto hasta que abría un ojo de cansancio y aburrimiento. Se alimentaba con trozos de vísceras o pequeños roedores muertos.
Ecliserio estaba encantado con las presentaciones del mago Percy; a quien se atrevió a enseñarle su cuaderno de dibujo coloreado con tinta de las flores. Muchas veces él era elegido como ayudante en los números de magia. Se hicieron buenos amigos. En los días siguientes lo llevaba de la mano a su tienda para jugar a las barajas con su esposa, la adivina.
19

Después de este inusitado evento, Ecliserio regresò a la escuelita de La Palma para despedirse, aprovechando una fiesta de fin de curso, sus compañeros lo obligaron a recitar una décima que él mismo había escrito:
Me llevaron al bautizo
Me llevaron a la zanca
De una yegüita alazana
Me llevaron de mañana
Con mi ropa toda blanca
Y zapatos de badana
Todo el camino trotando
Y yo en esa grupa dura
Galopando arreguindado
Del moño de la montura.

Fue la última vez que vio a su maestro Marco y a casi todos sus compañeros. Raulito sabía que Ecliserio ya no vendría más a la escuelita rural de la Palma y se portó amable. Magali lo saludó de besos, y le confesó en secreto que se había comprometido con un tal Barreda, un vecino cercano de su casa.

21
Ese año el invierno se prolongó hasta finales de Marzo. Se instalaron en una casa que Hilario había alquilado en San Agustín, una vivienda típica del pueblo; la mayoría eran de tabloncillo y piso de madera con varios cuartos. Su madre parecía sentirse a gusto, aunque le resultaba algo incómodo, porque Doña Beata, la dueña, se quedó a vivir en uno de las habitaciones. Era una anciana misteriosa y poco tratable. Ecliserio, como nos sucede a todos, recién llegados a un lugar distinto, comenzaba una nueva vida, no una vida de ciudad, semejante la que había disfrutado brevemente en Holguín, pero San Agustín se convertía para él en el espacio de los nuevos amigos y las noches ya no se iluminaban con candiles de gas o lámparas de carburo. Alumbradas con electricidad eran más propicias para los juegos de mesa. Ecliserio aprendió a jugar barajas y dominó. Se entretenía haciendo algunos trucos de magia que el mago Percy le enseñó antes de marcharse. Podía ir a una panadería cercana y ver cómo fabricaban el pan, recorrer las comercios durante el día, y de paso asomarse por una de las ventanas de la iglesia, en un pueblo donde lo cotidiano mediaba entre el campo de tierra adentro y la ciudad.

Para Marina, la vida no cambió mucho. Se mantenía silenciosa, siempre amarrada a la cocina, a veces entretenida; a veces triste. Ecliserio y Eulalio la vieron llorar en varias ocasiones, allí junto al fogón. Es como una añoranza que viene desde muy adentro, difícil de adivinar porque era reservada y serena. Es la misma al empezar y al terminar el año, sin descanso. Preparando las comidas, probando la sopa con la punta de la cuchara – está buena de sal o le falta una pizca dice, colocando otra vez la tapa de la olla “lo que le da el punto a la sopa es el ajo, una comida sin ajo, no es comida y sigue trajinando hasta que llega la hora de servir.
Estrenaban una nueva casa justo cuando la Isla estrenaba un nuevo presidente: El Dr. Carlos Prío Socarrás. Como no había televisión, buscaban la Bohemia, la mayor proveedora de imágenes en aquella época. Durante algún tiempo las fotos del presidente Prío no dejaban de aparecer en la revista. Por aquel medio se conocían los más destacados personajes de la política y también de la farándula, pero Ecliserio sentía mayor atracción por las tiras cómicas del Excélsior que llegaban a todos los rincones de Cuba.
Con el auge de las historietas, Ecliserio vivió una época dorada, a tal punto que soñaba con llegar a ser un Walt Disney. Impulsado por estos sueños, consiguió trabajar en un puesto de revistas y logró reunir sesenta pesos para encargar un curso de dibujos animados por correspondencia. Cuando recibió el material de estudio a vuelta de correo, daba saltos y más saltos de alegría. Era algo que se había ganado con su trabajo. El se encargaba de buscar los paquetes de prensa; el Diario de la Marina, El Mundo y el Excélsior, venían perfectamente cubiertos con un papel blanco de muy buena calidad. Eran rollos de varios metros y Ecliserio los compraba todos por cinco centavos. Enseguida construyó un “televisor de juguete” con una caja de cartón perforada en forma de ventana por donde pasaba el rollo. No eran buenos dibujos, pero fueron momentos muy divertidos.
Aunque no se notaba nada espectacular como cambio en la familia, ellos podían entretenerse con un estilo de vida distinto al de la Colonia Uno. En aquellos tiempos, la escuela pública era un asunto importante dentro de las aspiraciones para el futuro de la comunidad, no obstante, era una ocupación que los muchachos alternaban con juegos, excursiones, o “pelar la guácima” como se decía al hecho de faltar a las clases.
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Siempre a la hora de irse a la cama se divertían inventando una historia. Ecliserio se quedaba embelesado, suspiraba placenteramente y luego le decía a su primo: nadie más que tú eres parte de mi casa, aquí nos hemos acostumbrado a pasar largas jornadas de estrepitosa soledad. La familia ha crecido y esto se revierte, siempre percibo esta ausencia. Cuando el viento azota las puertas y ventanas, cuando la lluvia se filtra a través de las mallas metálicas y las palmeras son azotadas y parecen gigantescas medusas nos mantenemos en la calma absoluta, nada nos atemoriza. Aunque esta noche sea una noche densa, se distingue por esa consistencia sobre la misma noche, pero sabemos reconocerlas y diferenciarlas, siempre.
Marina va iluminando la casa paulatinamente con sólo tocar un resorte en la pared. En el cuarto, ellos miran con asombro la luz amarilla del bombillo que recorta las cosas con una textura de sueños. Cuando el aire mece la luz, la sombra hace la contrapartida de las formas y cimbran, se desprenden y bailan. Ecliserio contempla las paredes y en ellas observa un Eulalio gigante, una mariposa, un lagarto, cientos de pájaros en una tendedera. La noche es confortable y se meten debajo del cobertor, sentados los dos frente a frente para sostener la casa, como la tienda del árabe. Se acuestan boca arriba, uno al lado del otro y juegan a espigar sus imberbes prominencias, formando dos pequeñas carpas de circo. Saltan y retozan, se pelean, batiéndose entre sábanas y almohadas.
Los abuelos le enseñaron cómo jugar a las sombras chinescas. Ecliserio hace de su mano en la pared, la cabeza de un potrillo que muerde. Su silueta de perfil comiendo los cabellos erizados de Eulalio. La luz se mueve tenuemente, se apaga.
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El sol del mediodía era insoportable dentro de la casa. Ecliserio armó una hamaca en el portal para dormir la siesta. Arrullado por un aire enrarecido de olores provenientes de las fondas vecinas. Recorría con su mirada las vigas del techo, la rugosidad de las tablas debajo del tejado. Alzaba los brazos, moviéndolos de un lado a otro, meciéndose, impulsando la hamaca.
¿Mi casa esta haciéndose pequeña, o yo estoy creciendo? – se preguntaba- nuestra casa debería crecer a la par con uno. Las manos de Ecliserio se habían estirado en pocos días. El mismo se observaba con asombro. Contemplaba su cuerpo, cuan longo, sus tetillas vistas a cierta distancia, eran notorias. Su protuberancia emergiendo de un pubis lampiño. Colocó sus manos entre los muslos, retomando la postura fetal: dicen que es una herencia genética de todo ser vivo. El contacto de sus dedos lo intranquilizó. Su corazón latía aceleradamente. Se sentía armado para una batalla contra un enemigo que se había desvanecido, y se veía de repente frente al vacío inmediato de no saber... Regresaba a la línea; al punto de partida que lo había conectado con un sentimiento hermoso, quizás aterrador. Recordaba aquellos lapsos de libertad oculta, ese desquiciamiento de los animales que se devoran. El deshacerse y hacerse de la vida en el tiempo.
Ecliserio buscó nuevos escondrijos. Era atraído por la potencia de los ríos cercanos. Se acostumbró a nadar en aguas más profundas. A desnudarse y competir contra las fuerzas arremolinadas de los causes, a luchar por la separación del amor y la belleza. El aislamiento de las formas en otra parte, en otro tiempo. La confrontación de los cuerpos en el agua.
Pero a veces la naturaleza en toda su magnificencia, pasa desapercibida para alguien en particular, y la ve disuelta en un todo abismal. Ecliserio creía en la existencia de algunas percepciones subliminales atesoradas para un momento especial de su vida. O quizás hay valores que sólo se descubren con las exaltaciones, en la soledad a través de ese túnel inexplicable que lo conduce al ser amado. El era capaz de evaporarse por varias horas en una suerte de burbuja mágica. Todo lo relacionado con la belleza, el erotismo y la sensualidad lo hacía vulnerables o enmudecía de rabia, en una correlación de fuerzas entre violar y ser violado.
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Con el paso del tiempo, Eulalio buscaba resguardarse. Vetar la posibilidad de ser visto. Ecliserio al contrario, insistía en transgredir el impedimento. Verlo ya implicaba una violación. Como hacen algunas mujeres que buscan ser vistas al descuido por su amante. En el caso de Ecliserio, había experimentado un repentino caos que lo conducía al esplendor de su adolescencia. Como si estuviera en una edad de máscaras y espejos, se había encerrado en razones que aún le parecían ajenas y su corazón se debatía entre la caída y el deseo. Había emprendido un camino cuesta arriba y trataba de extinguir su pasado. Lo veía como una tragedia de la que debía recuperarse. Permanecía de pie a un extremo de su propia cabaña. Exento, mirando por las hendiduras que se producen entre dos tablas; él también estaba detrás de aquella puerta, no se trataba de la exploración de un abismo, como en aquel pozo del abuelo. Era él un espejo de sí, ofreciendo una irracional independencia. Escuchaba el ruido del agua cayendo sobre la tersura de su piel, (la sentía), el sordo rose de una toalla, el golpe metálico de la hebilla, las pisadas lentas sobre el piso encharcado, la caída de un chorro como de orine en un recipiente. Abrió la puerta y salió; era él mismo, pero en una terraza contigua, viéndose a distancia, entre los oscuros follajes, a penas dibujados por una oculta claridad. Hacia la inmensidad se exaltaban las animaciones de los cocuyos rasguñando el afianzado caos de la noche.
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Ecliserio había dormido desde la tarde anterior. Abandonó su cama para que Eulalio pudiera descansar a piernas sueltas. Ya se había acostumbrado a la arrulladora mecedera de su hamaca y el chas chas que lo distrae, oscilando bajo la cadencia aburrida del ruido de la lluvia. No fue una ligera llovizna, sino un murmullo de agua que hierve, un rumor de lejanas tempestades. Los cañaverales recibían con pasiva dulzura las precipitaciones de cada verano, alimentando la niebla, en la que él mismo Ecliserio era absorbido por una bruma densa. Vientos arremolinados lo empujaban al origen, a la edad de las sombras. Ella está a sus espaldas. Eso que se presiente y produce un leve cosquilleo en el cuello. Madre grandiosa siempre ahí en su pasado, como soporte de todos los enigmas. La nostalgia de la casa ahora es el caos, la desnuda levitación. La evasión semejante al despegue de las hojas, en arabesco esquivando el pantano.
Eulalio observó el vacio inmediato, el espacio que ocupaba Ecliserio era para él una venerable oquedad, un cerrado tejido abstracto, un envoltorio de sabanas simulando un cuerpo que presiente el vacío. Se paró despacio tarareando un canto distraído con su media voz, mientras se metía dentro de unos pantalones anchos, metiendo después la camisa, ajustándose el cinto. Se puso el sombrero y salió.
La voz de Marina llegó a la habitación con una resonancia quejumbrosa, casi de dolor hablando quién sabe cuántas cosas en contra de unos vecinos que vivían al fondo de la casa y consentían los eufóricos gritos de sus hijos en un improvisado juego de pelota. ¡Esa dichosa pelota!
– decía - ¡siempre viene a dar en la mata de begonia!
Ecliserio se levantó de un salto, poniéndose las ropas en un dos por tres, disipando las marismas del sueño. Un sueño que no recordaría hasta mucho después, pero cuando Eulalio le preguntaba, él decía haber soñado otras cosas. Algo que le dio mucha risa. Su hermano le celebró las gracias apretándolo contra su cuerpo, moviendo la cabeza para decir: cuantas cosas se le ocurren a este zorrillo mentiroso.
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A la hora de dormir había que cerrar las ventanas una por una, poniéndole un pasador en la parte más alta. Ecliserio sobre la máquina Singer y Eulalio empujando, haciendo rodar el mueble, ya sin los herrajes. Con el tiempo fue perdiendo las piezas y sólo quedó en ella, la función de mesa.
En la oscuridad de la habitación se dispersaba un penetrante olor de azucenas. No teníamos un jardín, pero Beata la dueña de la casa, compraba todos los días un grueso ramo y lo ponía en la consola de los muertos. Se acostumbraron a escuchar su prolongada sesión de rosarios mientras Ecliserio insistía en sus meditaciones esperando una cierta claridad debajo de la sábana, un espacio donde acariciaba los recuerdos de la colonia, los cañaverales en verano ardiendo repentinamente, o en invierno florecidos en una agitación estrepitosa de güines. Los viajes imaginarios por los trillados jardines de la abuela, los espacios abiertos entre guardarrayas y carriles que lo conducían a la línea del tren, a la cual por un raro instinto de conservación tenía la capacidad de agregar nuevas predilecciones: tu cuerpo es igual a un envoltorio, un tronco de donde brotan enjambres de mariposas. Mi cuerpo es un pez volador, un barco, la armazón de una casa. Nenita es una sirena colmada de collares, yo un diablito. Tú un sepia gigante, ella una estrella luminosa. Yo el amor. Y los tres volábamos a ninguna parte.
Era demasiado absurdo un sueño así para contarlo, sobre todo porque ni siquiera era un sueño, sino un vacio demasiado aburrido, por eso había que ponerle letra al silencio. La relación con ella era una representación teatral de la vida y las voces adultas. A media noche, a un costado del sitio donde dormían los niños, Hilario daba riendas sueltas al erotismo que llegaba a los oídos de Ecliserio como un sordo rose de telas. Dormido en apariencia veía la sombra de sus cuerpos, escuchaba el apagado rumor, los jadeos de su madre que terminaban en un susurro diferente al de otras noches.
La gente imperceptible que nos observa concentrados en las menudas invenciones se proyecta de un modo escrutador, como queriendo calar las incógnitas. No saben qué hacer con tanta desnudez en la mirada, no tienen idea de cuántas indagaciones puede generar el gran teatro de los juegos sin límites. Aun persistiendo en los patios ajenos, guarecidos en un jardín sembrado de ruedas y latas musicales, ensamblajes para fabricar un molino de viento. La vieja carrocería, es la máquina del tiempo, un trasatlántico. El televisor de cartón mostrando una cinta con cientos de garabatos coloreados. Un artefacto hecho con fondos de botellas de farmacia al que le dice “nuestro radio Emerson”. La gente pasa, tropieza con los hilos que unen dos cajitas de talco, para ellos, unos teléfonos maravillosos. Pasan y murmuran que para qué tantas boberías; mejor vallan a jugar a la pelota. Ecliserio echó a andar un mecanismo de autodefensa, justo en el instante de la caída. Esto no debe suceder. Ni que fuéramos un espectáculo de circo. Mi casa debe mantenerse cerrada.
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El cielo de San Agustín se oscureció con unos nubarrones espesos. Enseguida el aguacero lo envolvió todo. Hilario no dejaba de tocar la guitarra improvisando octosílabos con una letanía majadera, insoportable. Sentado en su taburete de portal veía llover como esos animales que han pasado toda la vida en cautiverio. Eulalio, Ecliserio y yo también nos sentíamos como enjaulados. Nos faltaba la paciencia de aquel desquiciado juglar y no hacíamos otra cosa que caminar de un lado a otro dando saltos del cuarto a la cocina; de la cocina al portal y regresábamos con cierta nostalgia a las cuatro paredes, azotadas por aquel temporal y Ecliserio repitiendo que cuando escampe me voy para la calle aunque pierda mi único par de mocasines. Y así fue.
Cuando San Pedro comenzó a despejar el cielo, recogiendo el reguero de nubes que se deshacían en un chin chin. Se impuso una serena tarde de domingo. Marina salió a contemplar las crecidas aguas del Chimbí. Era lo más parecido al mar. Las tierras bajas inundadas ofrecían una apariencia de espejo gigante y ella disfrutaba aquel regalo de Dios: una playa importada bajo los palmares no tiene precio para Marina, una mujer que paradójicamente no conoce el mar. Ecliserio desapareció para explorar aquel mundo poblado de guacaicas y patos salvajes, se metió en el agua hasta las rodillas, riéndose a carcajada. ¡He perdido mi par de mocasines!

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El laberinto musical que inhibe la violencia como una pequeña salvación para Hilario, tiene forma de guitarra ambivalente. Sonido y cosa se fusionan escapando hacía las vagas iluminaciones, sólo entendibles en el acto de simbolizar un deletreo, la jerigonza de los ritmos. El cuadro donde Ecliserio ha dibujado un pájaro gigante. Ella, la Gente, en un gran remolino de si; balbuceando canciones inacabadas. Ecliserio ha renunciado a toda posibilidad de representar la perspectiva. (Aun ignora esas pericias). Marina no soporta el quinchin baqui quiti taqui quichin baqui…no es el tren, -dice- es como un millón de insectos zumbando mientras él, frente al doble espejo del agua convoca un atrás del atrás de la claridad de verlo viendo que tiene que ver con la semejanza y el continuo carcajeo. Se ríe y dice: tun dara la la la la tun dara la la la. La Gente se superpone, se entrecruza, se destroza en medio de la estación vacilante y movediza de la Isla; de otra modo buscaría con afán la línea, una alternativa: Nenita con una corona de liras, invitándome a un baile, contorsionándose como las odaliscas de Simbad y el tío profeta, insistiendo que la libertad no es precisamente para los que aguardan frente a la bahía o en el mar oscilante, furioso bajo la vastedad. Aun esos pájaros del alba, difusos, plateados contra el cielo plata, ciegos revolotean ignorando toda chispa de magnificencia.
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Utilizando las últimas destrezas, Ecliserio dibujaba a su abuelo. Quería que se pareciera lo más posible, pero el retrato no llegó a representar a plenitud su figura, que para él era legendaria. Al retrato le faltaba un aura de bondad, desbordada desde el sillón donde permanecía sentado por largas horas. Ecliserio quería verlo como los hombres ilustres que aparecen en los libros, como esos retratos de ojos dulces que nos siguen con la mirada en los museos y parecen estar vivos, y uno se va, recordándolos por mucho tiempo. Era la primera vez que lo veía tan quieto, había estado cantando durante muchas horas, y así fueron los últimos días de su abuelo Pancho.
Unos meses después de su fallecimiento, Ecliserio sintió que el retrato no era tan malo. Sólo él sabía lo difícil que resultaba llevar al lienzo una vida como aquella. Pero de todos los instantes en que estuvieron juntos, el más perdurable, fue el día que permaneció posando hasta las últimas luces en una tarde de del mes de julio.
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Antes de que Ecliserio permaneciera definitivamente en Holguín, estábamos ya a finales de agosto y los días calurosos nos mantenían inmersos en una pereza vergonzosa. De no ser por las frecuentes caminatas al río, podíamos caer en el aburrimiento y la desesperación. La gente no se ocupaba de otra cosa que no fuera hablar del gobierno, aterrados por los casi siete años de dictadura de Fulgencio Batista, quien había aprovechado el vacío de poder existente en la isla. Carlos Prio, su antecesor, facilitó un golpe de Estado.
En San Agustín, como en el resto de la Isla, la crisis se agudiza cuando los comerciantes, obstaculizados por una serie de sabotajes, asesinatos y actos vandálicos, se veían impedidos para gestionar los abastos. Para nosotros la vida transcurría aparentemente normal, aunque detrás del telón de fondo se desencadenaba una guerra sangrienta entre los que querían mantenerse en el poder y los que trataban de tomar por asalto ese poder. Todo terminó con la euforia de un cambio en la Isla: el triunfo de la revolución.
Nosotros seguíamos navegando en una corriente fronteriza; no podíamos hablar de beneficio personal alguno. Para nuestra familia todo estaba en el mismo lugar. De un lado de la línea, quedó mucha gente en la ruina, o condenada a un destierro fortuito; y del otro lado dos grupos: los oportunistas y los desafortunados de siempre. Nosotros estábamos en el último grupo. Ecliserio intuyó desde muy joven no rendir lealtad a ninguna tendencia o ideología. En definitiva todos eran como la gente y el no se consideraba parte de ellos. No se trataba de una razón filosófica o religiosa: más bien un sentimiento de rebeldía propio de su edad. Un anarquismo ingenuo.
El mundo que Ecliserio conocía hasta aquel momento, le parecía una escena en la que se representan apariencias engañosas, donde cada espectador acepta las razones no por sus valores en si, sino por el nivel de poder de donde proceden, como si las cosas familiares aunque milagrosas ya no iluminaran a nadie.
Aunque la religión no lo iluminó, logró seducirlo. No creo haya sido por motivos de fe; la forma en que fue conquistado para una congragación evangélica me da a entender la razón primordial de su conversión; siempre fue receptivo a los fenómenos estéticos y en aquel ascenso del espíritu, seguramente estuvo la caída.
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Eulalio dejó de hablarle por un tiempo, sentía que ya no eran muy afines, pero esto no ocurrió fortuitamente; a Eulalio le dio por hablar demasiado de política, mientras que él, que siempre había sido un hombre de pocas palabras, se limitaba a la mística contemplación. Como el demiurgo en su ritual, se convirtió en un apasionado amigo de los valores artísticos. Llegó a pensar que tanta belleza no podía ser de este mundo tan violento y tenía la sensibilidad y la paciencia para observar un rostro, un perfil, masculino o femenino durante varias horas, días enteros, fijar su foco de atención en los labios que cantan, las gargantas juveniles del coro vocal, las luminosas manos de la pianista, los cabellos plateados del superintendente, mientras predica un aburrido sermón. El poder persuasivo de Adib Edén, un misionero en campaña que había llenado el templo en pocos días.
Ecliserio conoció mujeres de diferentes edades, muchas de ellas lo adoptaban temporalmente y se entrenaba en las suspicacias de las relaciones con el sexo opuesto. Seguía a ciegas los consejos de una austera feligresa que tenía amplios dotes de celestina. Fue ella la que puso en su camino una esposa ideal. No podía ocultar su cara de placidez al verlos juntos pasando el plato de la ofrenda en el culto especial de domingo. El no la conocía bien, más bien no sabía que era conocer a una mujer desde el punto de vista anímico, y jugó a la felicidad, buscando la tranquilidad y la aprobación total de los clérigos, pero aquella relación se deshizo en poco tiempo.
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A Eulalio, no hubo quien lo sacara del campo. Enseguida se involucró con agricultores y ganaderos, dueños de un vasto territorio en la zona, hasta que la ley de reforma agraria entró en vigor () la intervención de fincas y pequeñas haciendas lo convirtieron en un hombre de a caballo, alejándose cada vez más de Ecliserio, su primo hermano con el que había compartido una niñez alegre y controvertida. Sin embargo, ahora mostraba con naturalidad un notorio desamor por la casa materna. Dejó de ser un hijo devoto, ausente a veces por motivos de trabajo, otras veces por diversión, a tal extremo que fue tildado de indolente, en particular con Marina, su madre. Tal vez no tenían muchas cosas en común salvo ese amor desmedido por los animales, pero aun así, pasaba mucho tiempo sin venir a la casa, asomarse y decir hola mamá cómo estás. Ecliserio se alejó, nunca tuvo mucho de qué hablar con sus padres, eran días en que ya nada especial los identificaba. A fin de cuentas, parece que la diferencia de criterios los distanciaba.
Eulalio asumió definitivamente el lado comprometido de la familia, dando pasos precisos de lealtad al proceso revolucionario y lo hacía con acciones visibles; actos de heroicidad política y laboral, como ocurrió en la famosa zafra de los años setenta y la recogida de café en las montañas del oriente de la Isla. Fueron desafíos que lo hicieron diestro para luchar en condiciones adversas, sobre todo en el nuevo orden de productividad. Se distanció de las ocurrencias divertidas y absurdas en aquel mundo de observaciones estéticas que compartía con Ecliserio, salvo en algún momento de curiosidad, cuando acudía a lo poco que le quedaba de su allegado primo, para dibujar una casa, o el contorno de algún animal favorito.
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Cuando Ecliserio venía de ocasión a su pueblo natal, era como encontrarse con su otro yo. Las charlas con Marina eran rápidas y no había esa euforia o celebración por el que llega de afuera. Estos poblados de tierra adentro se parecen a una isla, porque sus habitantes festejan la presencia de los que la visitan, después de algún tiempo de separación. Sin embargo, para Ecliserio, incluso para Eulalio, con la partida de los abuelos se había ido también gran parte del calor familiar; quedaba aún el cariño de los animales mansos, de cuya ternura y euforia disfrutábamos; eran dos perros faltos de clase, pero expertos en la cacería: Palomo y Sultán. Ellos sabían recibirnos con un afecto desprovisto de prejuicios sociales o fobias repentinas. Eran para Eulalio, fieles compañeros. Inseparables durante una época que habíamos fijado en lo que llamamos el otoño, cuando el temporal dice aquí estoy. Esa lluvia a intervalos que dejan los ciclones era propicia para salir de cacería, una oportunidad para encontrarnos, unas vacaciones en la que buscábamos los mejores lugares, los remansos de las gallinas de monte o guineas, que a penas pueden volar con su plumaje calado por el agua. Palomo y Sultán salían en su búsqueda y las cogían embrolladas en la yerba, para después traerlas a nuestros pies, aun revoloteando.
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Holguín recibió a Ecliserio en una época de constantes migraciones: del campo a la ciudad; de un pueblo pequeño a una ciudad mayor; de una ciudad a otra, de monte adentro a la capital y finalmente, de la isla al resto del mundo.
A Ecliserio le tocó vivir en una iglesia; según la Biblia, si se interpreta literalmente la iglesia significa “el cuerpo de Cristo”. Que curioso, decía: - yo que me considero mi propia casa, ahora vivo en el cuerpo de Cristo, una casa que servía de hogar a unos pocos estudiantes, anexa al templo con varios cuartos de madera. Colindaba por un lado con una construcción moderna donde vivía un ministro recién ordenado como presbítero. Aquí tuvo oportunidad de entrar en trato inmediatamente con los amigos del canónigo quien le concedió frecuentar un espacio prestigiado a pocas personas en la ciudad: la biblioteca de un misionero norteamericano de apellido Miller y lo recuerda como uno de los lugares en el que su mente, cada tarde se abría más en comunicación con hombres cultos.
Conoció la casa museo del Dr. Castañeda que poseía un amplio caudal de objetos y documentos. Pepito como le llamaban, no sólo había escrito varios libros y una extensa monografía sobre la municipalidad holguinera; también publicó una novela indiscreta sobre Gibara, que le costó en plena etapa republicana, la quema de casi toda la edición y una declaración de persona non grata. Era también un hombre rico en colecciones de medallas, cuchillos turcos, dagas japonesas, objetos de piedra, conchas y algunas rarezas chinas.
En esos días Ecliserio contactó con Urbino, a quien ya conocía de vista y había comentado se parecía a Lenin. Sabía por medio de otros amigos que era un excelente poeta y de alguna manera, le mostró nuevas ideas acerca de la literatura, que se diferenciaba de la teología. Su casa fue uno de sus lugares favoritos, a donde venía con frecuencia a tomar el te, y escucharlo comentar grandes poetas y escritores universales. Todo allí tenía un sabor especial bajo la sobria luz de un patio morisco, que ofrecía la humedad de un aljibe cubierto de helechos y un enorme cactus, que florecía una vez al año, una sola noche, sólo unos minutos.
Urbino era corrector de estilo en el periódico local de la ciudad. Fue por mucho tiempo un amigo con el que podía pasar muchas horas conversando; para Ecliserio fue un lujo, porque sus compañeros clérigos estaban exageradamente inmersos en “la palabra de Dios” y con ellos era difícil evadir la teología. Sin embargo con Urbino, podía hablar de infinidad de libros, incluyendo la Biblia.
Una tarde al salir de la casa museo, se encontró a Urbino acompañado por un joven, evidentemente extranjero. Holguín, al igual que en muchos otros sitios de la isla, vivía una época de notable afluencia de rusos, en su mayoría del servicio militar. Ecliserio los había observado con curiosidad, lamentando no saber su idioma. Se sorprendió al escuchar a Urbino hablar correctamente en ruso con aquel hombre a quien llamó Grishka, se mostro amable y carismático.
A partir de entonces eran frecuentes sus encuentros con soldados de la Unión Soviética, Ecliserio evitaba ser visto por los clérigos. No quería resultar sospechoso para los miembros de la iglesia, sobre todo los mayordomos de la junta de caballeros, en su mayoría recalcitrantes opositores del comunismo. Mucha gente del pueblo, que no veía con buenos ojos la presencia de los rusos en las calles, criticaba a los que veían interesados en intercambiar palabras con ellos. En varias ocasiones vimos escenas de desprecio hacía los grupos de hombres y mujeres soviéticos, hacían gestos de rechazo a sus olores fuertes, a su complexión robusta, sus cabellos rubios. Algunos de ellos, adquirían mala fama, porque, errando el tiro, tocaban en las casas deliberadamente buscando una mujer para acostarse.
Ecliserio había ampliado su itinerario en la ciudad: la iglesia, la biblioteca de Mr. Miller, el museo con las colecciones de Pepito, la casa de Urbino y el imprevisto encuentro con aquellos representantes del paraíso bolchevique, que él consideraba un contacto oportuno con la cultura popular rusa. Quedó atrapado en la ciudad, satisfecho de las ofertas culturales sesentianas. No sólo la Academia de Bellas Artes abriéndole nuevas ventanas al universo del saber, a las confrontaciones estéticas, también la posibilidad de ser receptor de otros lenguajes en un proceso de aceptación o rechazo de los discursos doctos, o un arte de procedencia callejera impulsado por jóvenes teatreros que buscando interactuar en ambientes dominados por una suerte de embriaguez creativa. Ecliserio comparaba siempre, los estados alterados de la creación como el delirio provocado por los alcoholes. La pintura tenía para él la particularidad de ilusionarlo. Pero esta fascinación duraba muy poco y entraba en momentos de desencanto. Devaluándose y devaluando lo que había hecho. Como si hubiese cometido una falta imperdonable, sentía un extraño arrepentimiento y los resultados para él no tenia ningún valor.
La gente deambulaba a toda hora excitada. A veces por un diálogo prolongado y ameno, otras por el roce violento, la susceptibilidad ideológica a flor de piel en ciertos elementos que transcurrían casi pernoctantes a la entrada de los cines y las cafeterías, siempre a la caza de nuevos relaciones, aunque ajenos a la literatura y el arte, se acercaban con algunos libros de moda. Escuchaba decir “aquí no se sabe quien es quien” y eso también lo sabía.
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Cuando ella regresó a la puerta del templo, quien sabe por cual orden de veces, lo encontró y él le dijo pasa y reanudaron el diálogo que habían iniciado la semana anterior, en un tropiezo casual. Ambos consideraron diferentes expectativas: ella, tal vez por la obsesión de lo que, de alguna manera se niega; él, la alternativa inmediata, la búsqueda de regodeos poco experimentados, el juego a ser el otro en una edad donde no se descartan belleza y erotismo. Incluso una posibilidad de procreación siempre latente en los sueños de Ecliserio. Quién sabe, todo obedece a un orden inexplicable donde no interviene con legitimidad aquello que nos une, que comúnmente llamamos afinidad. Pero esto último quedó en segundo plano. Ella vino y se quedó. Jugaron a una felicidad efímera, pero comprometida hasta un punto en el que ya no tenían nada que ofrecer el uno al otro. Habían sido creadores de un esquema dentro del cual intentaban mantener un convincente proyecto, muy gastado de generación en generación: la casa, la mujer, el niño y el perro, (los americanos incluyen un auto).
Después de muchas divagaciones, Ecliserio decidió no contarle a Ella exactamente cual era su proyecto de vida, realmente nada de eso existía, pero ella lo miró con un gesto de sabelotodo y pronunció una frase que al parecer no venía al caso diciendo que “cuando yo dejo algo atrás, es para siempre” y en ello estaba implícito una negación de sí, de todo lo destruido y construido en su existencia. Hubo un vacío silencioso, un caos momentáneo; arritmia, sístoles y diástoles aceleradamente pulsando, antes de que se distanciaran por largas horas, antes de marcharse.
El parque central de la ciudad amaneció emblanquecido por las lluvias del día anterior, la gente empapada estuvo arroyando su carnaval de fin de semana y a Ecliserio se le notaba un brillo en la piel como de recién bañado. “Transpiraba una frescura de rio, decía una niña poeta y “que eran emanaciones florales en el cuerpo de un nadador de monte adentro” y él: ja ja ja, estás chiflada. Se le veía descansado, a pesar de tantos días de celebración, sin arrepentirse de lo vivido, aun con la resaca del vino y las cervezas en vasos de cartón, desbordándose de mano en mano y de boca en boca y el mareo in crescendo en una desorientación ingrávida que después no recordaba. La gente se aglomera en los improvisados urinarios donde cualquier balbuceo estúpido origina una bronca.
En esos días de carnavales cuando Ecliserio bebía con exceso, mientras orinaba sobre algún plantón de yerba, aunque no fuera de romerillo, regresaba a su infancia. La gente que lo rodea comienza a flotar y se aleja y la noche y las luces y de pronto todo se vuelve humo…
Un charco sirve de espejo al pie de la estatua del héroe local de la Guerra de la independencia nacional, a través del cual veía reflejado un grupo de adolescentes, cubriendo el respaldo de un banco. Miraban la fachada del teatro. Ecliserio escucha sus voces, no se detiene. Lo llaman con gritos y señales. No voltea a verlos. Cruza la calle. Vuelve a mirar de reojo y se aleja. Ha conseguido una entrada para el concierto del Ángel Negro de Polonia en su última presentación.
Al siguiente día, aunque a la gente le pareciera un acto de extravagancia, Ecliserio salió a la calle con unos pantalones de mezclilla tiesos de colores escurriéndose unos sobre otros; estrenaba además unas sandalias con suelas de neumático. Aquella imagen estrafalaria, le pareció genial a un joven teatrero que ya venía a su encuentro con unos papeles escritos a mano, decidido a que “alguien se siente en un banco del parque y lo escuche” “ven aquí, mi buen Vladimir, nunca me resistiría a escuchar un poeta y algo de eso he notado en ti. Él no se llamaba Vladimir, todos sabíamos quien era. Sus presentaciones errabundas habían sido brillantes. Los niños lo recordaban representando a un León, o un zapato viejo, pero la gente lo conocía del otro teatro, el Teatro de Los Cuatro Vientos del Sótano, donde representaba el vagabundo de “Esperando a Godot”. No me senté. Me acosté a lo largo en el banco, a escucharlo:
“Todo encapsulamiento presiente un algo vivo.
Como el fósil en su perpetuidad
puede dialogar con los silbos del viento.
Las evaporaciones verde-agua del fondo.
Un rostro descubierto en la pared mutando en islas.
Mapas de salitre lila.
Desde una torre, la cima del cerro de la cruz.
Ella le ofrece un algo generoso.
O por el contrario, se ha vuelto fuego incandescente,
Lava,
Represa inútil,
Puentes,
Banales tendederas,
Oscilaciones de troncos.
El rio puede ser también una serpiente.
O cierta continuidad de piedras que lo sugieren.
No son piedras usuales en tus manos
Oh, creador amoroso,
Glorificando los objetos.
Vivos o embalsamados
Como si estuviesen vivos.
Sugerencias maquilladas en su efímero hábitat.
La mano del maestro apta para la luz.
Señala y pondera en las oscuras representaciones.
Firme ante el rito pomposo.
Juego de apariciones.
Eclosiones,
Aperturas,
Transparencias.
Alguien evoca un canto ¿un llanto?.
Una fuga vibrando en la garganta del violín.
Toda extensión es paisaje y es pupila.
Fiesta de discordancias.
He aquí maestro el objeto de tu devoción.
El ofrecimiento.
Tus manos como árboles entretejidos
Entretejiendo el infinito.
La claridad,
La nada.
He aquí la carta que promete una extensa navegación.
Un pacto tenebroso al otro lado de la cortina de ceda.
Amarillas promesas nos echan a la mar
Y arrastramos un pavor que nos hace perder el acento.
Olvidar la sintaxis.
De un lado el sueño.
Al frente una delgada línea surcando la bahía.
Del fondo el rostro descubierto”
A mitad de la noche, Ecliserio en pocas palabras ayudó a concluir el encuentro. Se despidió prometiendo que lo vería al día siguiente, en el mismo lugar. Había sido una jornada novedosa, distanciada de los temas acostumbrados con los clérigos. Pocas veces le amanecía en la calle, más que todo, por guardar las reglas en aquel hogar de estudiantes, aunque ellos seguían al pie de la letra los dogmas de la iglesia, aspirando a ser buenos guías espirituales. Eran diestros en la homilía, predicando con la seguridad de que estaban a punto de administrar “el paraíso”. Se les veía siempre dispuestos a no dejar que otros tomasen el cetro, la autoridad para llamar al arrepentimiento. Cuando Ecliserio abrió la puerta, encontró en el aposento de la oración, un austero siervo de Dios. Había ocupado una cama contigua, (muy normal en estos hogares de estudiantes) y en unos pocos días se propuso invitar a Ecliserio a una vigilia de oración. El joven Comendador, un misionero laico que todos conocían por su talento para la oratoria y por la falta de humildad a la hora de hablar de su consagración, había sido enviado por el superintendente para trabajar con los jóvenes en algunas iglesias marginales. No esperó mucho para decirle a Ecliserio “hermano, estás en pecado, vamos a orar”. Se arrodillaron juntos en el aposento.
Comendador estudiaba en el seminario de teología y había impartido una conferencia acerca de las cartas de San Pablo a los Romanos, sin embargo Ecliserio, en ese ir y venir de un asunto a otro, trató de entender aquella inusitada actitud del clérigo. Sentía un estremecimiento que no acertaba a comprender. Pensó en todo lo que puede suceder, las transgresiones en un espacio sagrado: El templo. El cuerpo de Cristo. Tomando aquellas cuatro paredes, literalmente como tal. Sin abandonar la actitud meditativa, el joven misionero tomó de las manos a Ecliserio. Eran unas manos posesas y frías, que apretaron las suyas con fuerza, mientras invocaba con voz enardecida “el favor y la misericordia del Señor”, más no pudiendo escapar a las insinuaciones de la carne, el clérigo se distanció de sí y de la severidad de sus principios, navegando a la deriva, sucumbiendo ante la inherente sensualidad del joven Ecliserio, transformando el teatro de la religión en su verdad, desnudándose. Un cuerpo conduciendo al otro a lo primordial de sus inclinaciones: Ecliserio vio en un lapso de su memoria: la línea. Y se preguntó: si verdaderamente una experiencia religiosa podía ser el pretexto para encubrir sutiles pretensiones. Como sucede a algunos hombres bajo el efecto del mosto. ¿Será el deseo tan perdurable como la propia eternidad? Se sentía sitiado. Toda la madera eclesiástica parecía arder, desplomarse, deshacerse en un implacable tornado, y a punto de rendirse, entregarse a la codicia o a la gente. Recordaba los valores que existen en la casa de uno cuando los ladrillos que la componen se mantienen unidos. Sólo en su interior podremos preservar la heredad, sólo allí existe el verdadero refugio de nuestras razones.
Ecliserio no abrió las puertas de su casa, su verdadero espacio. Definitivamente. No era cuestión de ascetismo o puerilidad. Estaba preparado para ese tipo de encuentro, pero sabía que esos instantes se disiparían, de la misma manera que se digiere la más grosera de las comidas en un banquete, y prefería otro tipo de relación más parecida al vino. También conocía los riesgos de esa embriaguez que lo conduce a la costumbre y sustenta una reciprocidad especial. La ventaja del amor sobre el placer, deja siempre recuerdos duraderos.
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Ella, la poeta llegó primero sola. Ecliserio enmudecía, confuso en el dilema cultura – sexo- religión. Pero ella le hacía mucho bien, a la vez que formaba parte de su naufragio. Fue siempre una exaltación viva y hermosa, una fantasía llamando a su puerta, un ángel capaz de provocar el estremecimiento. Al sentirla próxima a su piel, dispuesta al candoroso beso, discurría en desmedidas valoraciones. Pero también significaba un desafío; ante la obsesionada voluntad de consagración, Ecliserio se sentía entre la multitud de aquel ejército cada vez mayor convocado para una guerra contra el vacío. Entregarse a cualquier pasión desde su punto de vista, era como perder una batalla a favor del abismo, y allí moría todo.
Cuando ella, sorpresivamente apareció con su amante, violando los sagrados espacios aislados del mundo como si fueran celestiales, Ecliserio los vio resplandecer, a la media noche en el interior del templo. Se habían acostado en la misma cama que unas horas antes, él ocupaba para la meditación, experimentando una suerte de viaje astral, recorriéndose a sí mismo en la extensión de su soledad. Ellos como demiurgos redimidos en la penumbra, fueron al campanario en busca del milagroso tañido, entonces Ecliserio los vio descender, aparecer en el pasillo con una sonrisa segura y despejada, revelando que nada inmundo había en aquella escena. Todo era limpio. No era la religión, era la propia cultura que los rodeaba. Ecliserio se sentó cerca de un piano lleno de polvo y carcomido por el tiempo, abandonado a los maltratos de los profanadores de la música. A esa hora reinaba una calma que le hacía bien y recordaba aquellos niños que iban a la Escuela de la Palma, al maestro Marco dando clases de patriotismo, enseñándoles el Himno Nacional que debían cantar a capela… pero enseguida los amantes irrumpieron y lo sacaron de sus divagaciones para decirle adiós. Ella había decidido despedirse declamando un poema adorable, antes de terminarse el aguardiente de caña y alejarse hacia la puerta y salir.
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El templo abría sus puertas y no conseguía una sola alma para el culto. La mayoría de los fieles preferían la moderna catedral al sur de la ciudad y otros discretamente, se alejaron de ambos templos. Se habían integrado a la revolución y no se arriesgaban a poner en evidencia la fe que profesaban. La congregación, que según las Sagradas Escrituras, significaba el verdadero cuerpo de Cristo, se había dispersado. Algunas veces, en la soledad de aquel recinto destinado al culto, se escuchaba la voz de un anciano, que olvidado de sí, aclamaba en una larga súplica, el favor de Dios por su iglesia.
Ecliserio vivía un sobresalto. La ciudad que había sido su refugio contra los horrores errantes del no saber a dónde, empezó a comprometerlo. No se había percatado de las diversas situaciones que lo rodeaban y ante aquella realidad, tampoco quería conocerlas. Llenó las paredes de su cuarto con unos cuadros compuestos por amorfos desarrollos, de desgarrada textura. Sintió los colores, como la sangre en sus venas, derramada en un placentero sacrificio que alentaba al pintor alienado, al artista en la búsqueda de una reconciliación con el yo primordial: sus propias razones. Pero en nada lo beneficiaron. En el aspecto político y religioso, no era precisamente lo que él quería. Sin embargo, para algunos oficiales de la cultura, su obra era una forma de evadir las transparencias y las glorias de los héroes. La ilustración apologética de una leyenda. Los clérigos, se mostraron desconfiados, le advertían que semejantes acciones, podían ser cosas de Satanás. El héroe espiritual también exigía los elogios del pincel. Uno de los mayordomos de la Junta de Caballeros, llegó a proponer al superintendente la expulsión del pintor, alegando que la iglesia necesitaba hombres santos.

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Ecliserio abandonó la Academia de Pintura, la ciudad y los vínculos con la iglesia. Había sido advertido para su reclutamiento, con la prerrogativa de que podía obtener el favor de las soberanías a cambio de su lealtad y colaboración. Fueron más que días, meses de tenaz asedio, antes de que Ecliserio, pasada la depresión, se viera obligado al acatamiento, y adoptara, como muchos otros, el ejercicio de la simulación. Una alternativa: prolongar un tiempo su vida, conducirse en cualquier medio sin lastimar a nadie. Algo difícil; trataba de llevar una vida normal, pero sabía que más tarde o más temprano, sería renegado, y condenado al desprecio y la marginación.
Regresó temporalmente a San Agustín, su pueblo de origen, donde no se veían cambios favorables. Al contrario. Sus pobladores de antaño comentaban (en bajita voz por supuesto), el estado de abandono a que estaba sometida aquella comunidad, siempre en desventaja con relación a otros poblados del país.
La mayoría de los jóvenes con inquietudes intelectuales, no tenían muchas posibilidades de dar o recibir aportes en la cultura, Ecliserio estaba en una encrucijada. Finalmente, si se quedaba en el pueblo, no tendría otra alternativa que trabajar en el campo o servir con sus destrezas a los medios de propaganda del gobierno. Por otro lado, se colocaba en el blanco de los aparatos policiales de la localidad. Las leyes dictadas por el sistema, daban un amplio margen a la estulticia de algunos individuos enardecidos, capaces de violar cualquier derecho. Tenían suficiente poder para abrirles a priori un expediente de “peligrosidad” sin previas averiguaciones, “así nada más, porque lo dice Juan Pérez”.
No era el caso de Ecliserio, quien buscaba con otros, salir, encontrar una ocupación inmediata y favorable para su futuro, una tregua de emergencia y luego continuar en la Academia de Pintura. Su salida no era la salida; Emigrar no figuraba en sus planes a corto o a largo plazo. No se consideraba desleal a un objeto al que nunca había jurado lealtad, y sabía que esta actitud no era tolerada dentro del gobierno. Pero aun así, para él resultaba más relajado ignorar las provocaciones incisivas de la gente. Llevársela tranquilo. En definitiva, ahí estaban los carnavales, la gente conocida a propósito de una fiesta, o un viaje a la playa. Jóvenes que fueron más íntimos con el rose cotidiano, con eso de vernos en el parque y traficar con banales coqueterías. De aquellos encuentros salieron buenos amigos; otros no tan buenos, de los cuales no vale la pena escribir. A fin de cuenta fueron personajes complejos y divertidos que fracasaron, al centrar sus vidas en el artificio de la manipulación y la intriga.
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Enseguida Ecliserio pensó en la Habana. Irse. Allá contaba con algunos amigos, muchos de ellos habitando pequeños cuartos la parte más vieja de la ciudad, donde la mayoría de los edificios, daban la apariencia de estar a punto de derrumbarse. Pero a fin de cuentas, no sería una solución como proyecto de vida, y las instituciones y centros de estudio, mantenían sus puertas cerradas a personas como Ecliserio, cuyos “antecedentes” estaban escritos, y podían circular con facilidad por todo el país.
En años anteriores, cuando viajaba a la capital, Ecliserio se iba a la casa de Elvira su amiga, a quien había conocido hacía varios años. Ella vivía en la calle Reina. A pesar de encontrarse en un espacio reducido, era una persona hospitalaria y desenfadada con la que siempre se había sentido a gusto, por su carisma y su manera de ser, con una idiosincrasia, que provenía de su ascendencia gallega. En ocasiones sabía comportarse como una dama de abolengo, hablando del patrimonio de sus antepasados y terminaba mostrando un jarrón de porcelana de sevres, que era todo lo que había heredado de aquella estirpe.
Se pasaba todo el tiempo contando los detalles y las riñas con su ex marido diciendo: “que ese desgraciado tiene un amante y ya no quiero saber nada de él”. Pero resultaba una relación divertida, realmente aquel hombre nunca había aceptado su cambio de vida de soltero a casado, y se reunía en un bar de la Habana Vieja, a beber con los amigos. Cuando llegaba un poco tarde a la casa, ella le armaba tremendo escándalo, y en presencia de su hija, pequeña aun, no hacía más que gritarle “maricón te gastas el dinero con los machos y no te ocupas de la niña”. Y él que era un señor aparentemente honorable, daba media vuelta y desaparecía.
Ecliserio atrapado en aquel “show”, lo veía como una manera de olvidar la incertidumbre por desertar de la Academia de Pintura y después andar en varios centros de estudios de la capital. Se alegraba con ella y la acompañaba al barrio chino, espléndidamente instalado en la calle Zanja. A Elvira le gustaba coquetear con los vendedores de piezas de arte, molestando a los artesanos para finalmente no comprarles nada. Otras veces se iban al mercado de Montes, todavía populoso, o se involucraba con gente de los muelles, traficantes de langostas y cervezas alemanas.
Con el tiempo, Ecliserio notó que Elvira había perdido la magia, el arte de las ponderaciones extremas. Su hija, Araceli creció y se convirtió en una sorprendente modelo. Después de todo, fue un alivio para su situación económica. En pocos días la casa de Elvira cambió. Aunque el espacio seguía siendo estrecho, se había trasformado en una habitación de hotel “cinco estrellas“, disfrutaba del confort y la tecnología de los más sofisticados equipos electrodomésticos. Araceli había conseguido un empleo importante en una empresa estatal, donde fue conquistada por un alto funcionario y formalizaron el matrimonio.
La última vez que Ecliserio pasó a la calle Reina, para saludar a Elvira, no la encontró. Una vecina del edificio, se encargó de indicarle la nueva dirección, “que ahora vive en El Vedado y ya ni de nosotros se acuerda, dice, pero si quieres te puedes quedar aquí, Ecliserio. El cuarto de Ismael está vacío”. Y él con mucha pena, “gracias mi amiga Eva, ya voy de regreso para Oriente esta misma noche”. Era lo mejor. No tenía sentido pasar tantos días en la capital, en banales esparcimientos.
En otras ocasiones, Ecliserio solía instalarse en la casa hogar de los clérigos, en el Vedado, donde disfrutaba de confort y seguridad. Pero el dogmatismo y la austeridad ya conocidas, eran insoportables. Y para él, un precio demasiado alto vivir en un lugar donde todo estaba vedado. Se había resistido. Era como estar bajo la sombra de un claustro, o todo aquello que pudiese tener alguna semejanza. Allí conoció los efectos de la insolencia y la hipocresía. La desilusión por los que se decían ministros de Dios, llevando en las entrañas el más vulgar de los demonios. Tenía el presentimiento de encontrar detrás de aquellas máscaras, una persona tan sínica como el joven Comendador. No soportaba convivir con tanta falsedad y pensó que la mejor idea era alejarse de allí, acudir a un Hotel, aunque estos lugares, daban preferencia a los recién casados, o a los funcionarios y empleados que viajaban por asuntos de trabajo, a Ecliserio le parecían demasiado fríos y aislados. Terminó su temporada en la capital, tocando la puerta a un amigo practicante de yoga, que tenía una barbacoa (tapanco) en la calle Gervasio. Desde allí miraba al poniente por una persianilla que permanecía cerrada; era preferible soportar el calor, a los pestíferos olores que venían de un terreno contiguo. Sin embargo, aquel “Siddhartha criollo” había tenido la paciencia de cultivar en un patio chico interior, su fabuloso jardín bon sai. Era la Habana y valía la pena deambular por aquella arquitectura desolada y hermosa. El muelle luz, poblado de enormes barcos soviéticos, daban la impresión de estar perpetuamente encallados. Un panorama, que visto desde los pequeños cafés que bordeaban la bahía, nos recordaban los paisajes impresionistas de los pintores bohemios del mountparnas; bares animados por prostitutas disfrazadas de trabajadoras de la cultura, brujas, pintores, músicos poetas y locos.
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Ecliserio abandonó los implementos de pesca. No fueron horas sino días los que pasó junto al malecón, arrastrando escombros, puertas coloniales despintadas por el salitre, herrajes antiguos, extrañas esculturas de mangle. Armó una exposición de ensamblajes durante la noche y antes del amanecer, las olas lo deshicieron todo, mientras un grupo de muchachos chiflaban lanzando cualquier cosa al agua. No había enloquecido. Al contrario. Cuando contemplaba las monumentales ruinas; que eran como la piel de la Habana, devastada por el viento y un salitre perpetuo, le parecía una representación intemporal de la nostalgia, semejante a un teatro, mostrando momentos de la historia, añejos y recientes. Y en esos lapsos le parecía ver a Eulalio su primo vestido de blanco con un gallo debajo del brazo y riéndose. El gallo volteaba a verlo y le cuchicheaba algo que sólo ellos entendían.
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Ella, la que observa desde esas ruinas, sigue estremeciendo la casa, desde adentro y aún allá, desde afuera frente la isla. Permanece lejana sobre algo que ya no le pertenece. Recorre cada rincón de su casa haciendo un todo inexplicable. No se cansa de repetir “que todavía él no la conoce”, pero no sólo la conoció en muy poco tiempo, sino que comprendió cuánto la había padecido. Durante muchos años le ha dado amor a su manera, luchando contra el odio que se instalaba en ellos de repente, y no encontraban otro recurso que no fuera la violencia.
Sin embargo todavía sigues siendo el Ecliserio que yo conocí, sobreviviendo las agitaciones del espíritu. Tal vez aislado, evitando caer en algún engranaje diabólico, que lo lleve a traficar con sus íntimos principios. No se consideraba una persona especial como para excluir de su futuro, la posibilidad de dar continuidad a su propia estirpe. Sabe que todo ser vivo es discontinuo y persiste en el afán de perdurar, dejar parte de su materia viva en otro ser. La procreación es un hermoso salto genético de toda creatura, capaz de producir cambios espectaculares. Y así fue a partir del día que esta expectativa se hizo realidad. Cuando de aquella unión nació Braulio. No sólo estuvo centrado en hacer nuevas cosas, sino que tratándose de su propia familia, aunque diferente, se complacía con esta certitud, en la esperanza y el misterio. Era una forma de prolongar su casta, dejarla encaminada al siglo venidero. Los abuelos de Ecliserio fueron para Braulio a penas una sombra y ahora Braulio hace lo mismo mientras avanza con los suyos hacia los progresos de la globalización y las brusquedades climáticas. En una de esas noches Ecliserio soñó a su abuela diciéndole que tenía la capacidad de recordarla, después de más de cuatro décadas de ausencia, fíjate le decía que te veo palpable cada vez que me lo propongo y es como una imagen viva que hay en mí. Tal vez esto no pueda decir Ecliserio de su limitada descendencia, ya lejana imperceptible y sabe que en algún momento podría ser un extraño anciano que irrumpe.
Sin importarle el distanciamiento de los morbosos aduladores, y depredadores de la intimidad, declinando tentaciones del ego, Ecliserio trataba de hacer las cosas lo mejor posible. Fueron tiempos en los que sucedían situaciones sorpresivamente extremas que lo llenaban de una rabia insostenible, o simplemente un deseo inútil de que las cosas deberían cambiar. Pasó largas horas dándole vueltas a la idea de incursionar en la literatura, pero las voces comunes lo desquiciaban, y se preguntaba si a los poetas le sucede como a los pintores, que se deleitan viendo la pintura relucir en su contenedor y temen que pierda ese brillo al aplicarla en un lienzo. Si así fuera con la poesía, ahora él siente que las palabras están como la pintura en el contenedor, y corre el riesgo de que pierdan su encanto al grabarlas sobre una página blanca. Pero esa página estaba ahí, acechándolo, como un cielo sin ángeles.
Recordó la noche de Reinaldo Arenas; esa luna mirándolo en su soledad desgarradora
"Oh Luna! Siempre estuviste a mi lado, alumbrándome en los momentos más terribles;
desde mi infancia fuiste el misterio que velaste por mi terror,
fuiste el consuelo en las noches mas desesperadas,
fuiste mi propia madre, bañándome en un calor que ella tal vez nunca supo brindarme;
en medio del bosque, en los lugares más tenebrosos,
en el mar; allí estabas tu acompañándome;
eras mi consuelo, siempre fuiste la que me orientaste en los momentos más difíciles.
Mi gran diosa, mi verdadera diosa, que me has protegido de tantas calamidades;
hacia ti en medio del mar; hacia ti junto a la costa;
hacia ti entre las costas de mi isla desolada.
Elevaba la mirada y te miraba; siempre la misma;
en tu rostro veía una expresión de dolor,
de amargura, de compasión hacia mí; tu hijo.
Y ahora, súbitamente, luna, estallas en pedazos delante de mi cama.
Ya estoy. Es de noche. “()
Y entonces Ecliserio se atrevió a pintar con palabras aquella reincidencia de la noche:

Luna porque te descubrí en el menguante
Luna por esa apariencia de joya engastada en el cielo
Luna circunscrita a las fuerzas de la ingravidez
Luna en territorios ajenos,
Metiendo tu perfil en el día.
Distante, cercana en apariencia
Luz,
Sombra,
Rostro
Gestación
Luna en las variantes del tiempo
Luna generosa
Si en tu lado claro engendramos un pez
¿Cómo alejarte entonces de los poetas,
de sus lugares comunes?
Persiste, como la escritura.
Con sus lejanos signos de piedra
Tu mensaje de hielo
Hecho en tramas y urdimbres
Un tapiz de tus hilos propios
Haciendo una enorme telar.
Trampa de la astuta hilandera.
Tu lado oscuro es lo que ignoro
Mientras repasas las estrellas
Leyendo en el vacío de los destinos.

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Luna es una mujer que persiste en las horas de encuentros y desencuentros como una voz de antaño. Ni plata ni oro viejo, ni agudos del silencio. En las grandes escalas la memoria ignora, desenfoca, pierde. Ecliserio comienza a divagar mezclando en su imaginación volubles materias transparentes.
Desde el principio, Ecliserio había conocido algunas mujeres claves en su vida y una le recordaba por algún motivo a la otra. Nunca nada es igual ni es para siempre, por eso Luna le recuerda a Lina, una chica de la escuela pública de San Agustín; no la recuerda por su parecido físico, sino por esa manera de hablar in crescendo capaz de replegar un auditorio contra la pared.
También le recordaba a Natasha, una rusa que conoció en San Petersburgo, por ese amor exagerado hacía los felinos, diciendo que eran mejores que los seres humanos, aunque metieran su hocico en la tasa de leche o clavaran sus garras en los muslos de su ama.
Natasha le escribía con frecuencia. Eran unas epístolas largas, llenas de frases cómicas, y cósmicas. Tenía planes de venir a México para trabajar en su tesis de astrología. Pero Ecliserio perdió todas sus cartas y no tuvo más noticias de ella, hasta que supo se había ido a la Siberia, a trabajar en una escuela de rehabilitación para adolescentes “a pesar de todo me siento feliz, -decía- “Este trabajo es como domar a tigres”
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Ecliserio logró sobrevivir a la intemperie, a toda actitud irracional. A lo absurdo. Esos mensajes hostiles que le llegaban por telegrama diciendo que “no trates con ladronzuelos” y el en ese momento, mágicamente invitado a la terraza de un hotel muy lujoso de la capital, por uno de los más fervientes amigos de la ciudad, diciéndole que le recordaba a una recién desaparecida estrella de cine y los dos sabían de quien se trataba.

Cómo duele ese aire frío,
la desolación de verlo distante,
al otro lado de la mesa,
Seguramente en su lugar favorito.
Era intenso y azotado como una isla, pero algo en su pausada gesticulación me advertía un insólito deseo de volar.
Fue una tarde bohemia, de vinos e historias rebuscadas en el pasado. Ahora sólo queda el adiós, no sin antes decir que sigue siendo hermoso aunque destroce a media humanidad con sus locuras. Tuvieron casi todo un domingo para reírse hasta de las cosas más simples, aspirando el penetrante olor del mar. Antes era un peligroso desafío, enigma y revelación, para los sigilosos devastadores de lo sublime. Pero Ecliserio había preferido la distancia y el diálogo con tal de conseguir un ascenso en el vasto ejército de sus acechadores. Toda la tarde inalterablemente el mismo, el de los juegos con signos y antiguas cartas. Miniaturas y piedras de ágata envueltas en un pañuelo chino. Y como si se tratara de algo reciente, le recordaba aquella obsesión por escuchar todo el tiempo “Steirway to Heaven” (escaleras al cielo).
Seguramente, el estaba en otra sintonía; el que llega sigue siendo un antiguo pescador de ilusiones y yo lo sé: aunque mañana se esfume en un pasado ligero, a donde no quedan detalles que reclamar. Él ha sido un espléndido anfitrión y quiere demostrarle que está espectacularmente bien en la capital de la Isla. Eso es lo que le regala desde ese azotado contorno de la Habana, ahora le pertenece y es como esa casa de uno que tú ponderas y añoras en el ocaso.
Ecliserio se lleva en esa víspera, una mirada llena de suspicacia que esconde bajo su capa de “novicio franciscano”. A no ser por el vino y las divagaciones cargadas de burlesca mundanalidad, la escena evocaría los primeros encuentros de Ecliserio con los clérigos (pura tontería); no tiene la paciencia y el patetismo de un monje, pero aquí todo es más transparente. El no quiere lastimarlo. Es devoción sobre su piel madura y puede acariciarte con el mismo descuido que consiente al gato ocasional, digo, oportuno en sus desquiciados ronroneos. El felino había estado por allí, rondando escurridizo en el regazo de las piernas extendidas. Pero en estos devaneos se fue perdiendo la preciosa tarde y ya como por arte de magia la escena es otra: la mascota de paso desapareció y ellos ahora se despiden con un “adiós egregio amigo, sabes, te quiero siempre” y el otro hasta pronto
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Ecliserio vivía entre Holguín y la Habana. Por una u otra causa regresaba finalmente a la ciudad de los parques, al rincón de madera eclesiástica donde continuaba instalado, presumiendo una buhardilla con su cama de errante, siempre en el mismo lugar, a un costado de la Iglesia. Era un espacio de relativa intimidad donde un austero superintendente podía coincidir con Coco Salas, (el otro lado de la abstracción) Garcelo, Reinaldo, Julio el ceramista, Lourdes, Alejandro, Russell y algún pintor capitalino que anduviese de paso por Holguín.
Las esculturas de Coco sorprendieron a Ecliserio, quien paso varios días, inmerso en una importante reflexión. Fue el motivo para investigar acerca de la obra de Tinguely, viendo tan de cerca las referencias en aquellos maniquíes encapuchados en bolsas de polietileno negro, cuya serie tituló “La Familia de Tinguely” un maniquí enfardelado que sólo asomaba un dedo: “El Penoso Tom” y otra escultura: “Udnie de Pie”… Tal vez durante aquellas noches de absoluta soledad, Ecliserio pensó realizar grandes transgresiones, reprimidas al día siguiente por el peso de otra realidad. Le resultaba difícil enfrentar a las autoridades académicas. Todavía hoy piensa que lo más dinámico en su aprendizaje, fue el contacto con gente llena de energía y creatividad. Esos grandes maestros de la universidad de la calle.
Mientras esperaba la alternativa de una beca para un Instituto X en la Habana, Ecliserio experimentó nuevas pasiones, muchas veces asociadas a un prolongado período de enajenamiento, una modo de evitar el círculo vicioso de la vida en los pequeños pueblos, donde por sobradas razones, la gente no puede evadir la repetición, el continuo desplazarse a los mismos lugares como si hubiera una estricta prohibición del caos. Ecliserio no era una persona ajena, independiente de su pasado en la Colonia Uno. Con esa edad que para muchos ya es el final de la adolescencia, para él a penas comenzaba. Con la certidumbre de haber vivido una vida espiritual intensa. Se sabía poseedor de sutilezas para aceptar o eludir una responsabilidad, aunque su defecto estaba implícito en que para él, lo racional estaría siempre subordinado a lo sentimental.
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En San Agustín vivíamos como en una isla dentro de la Isla. Los días se repetían en secuencia de sucesos idénticos, como en el plató de un rodaje cinematográfico, a la misma hora entra el primer camión, pasa un hombre a caballo que vende leche del campo, el párroco reúne un reducido grupo de fieles, los estudiantes comienzan a poblar la entrada de la escuela primaria. Suena un timbre y todos desaparecen en el interior del edificio; suena un timbre y salen a los lugares de siempre, a las casas donde venden granizados, cigarros o alguna merienda. En las esquinas principales, grupos de viciosos gesticulan y riñen: a un lado los que beben ron barato y se burlan del monaguillo. En otro los que juegan dominó o hacen cuentos. En los idénticos escondrijos, las parejas celebrándose. Todo se trastoca en un gran alboroto. La gente habla como en los periódicos y tienen un acento de trillado discurso, con una cadencia latosa de liturgia, o como los lectores de tabaquería, un farfullo sin tregua.
Al atardecer se acrecientan los rumores, en algún rincón del pueblo habrá una de fiesta, en otro sitio habrá un funeral, y él sale en busca de sus amigos, los más afines. Los que trafican en las calles con chistes de actualidad. Ellos también vienen a su encuentro en la pequeña avenida que sirve de rutina dominguera. Escuchan al que ha estado atento a las noticias por onda corta, el primer paso del hombre en la luna. Hablan de la niña más hermosa del pueblo, que si tiene novio o si saluda con guiños al vecino de la pastelería, el que se cree muy galán con esos perfumes rechinantes. Ecliserio guarda silencio y sonríe, porque el tipo que se cree galán es su mejor amigo, a quien con una paciencia clerical, escucha contar la historia de su atormentado romance con Estela, la quinceañera rubia que conoció en Holguín. Fue unos meses antes de que llegara al parquecito, otro muchacho de a penas 16 años, hijo de una señora viuda, emparentada con Marco, el maestro de Ecliserio. El joven Renato contaba la tragedia de la muerte de su padre, hacía a penas unas semanas. Y entraba en un juicio de cómo había ocurrido el accidente automovilístico. Sin embargo, se veía sereno, como todo adolescente, alegre y exaltado. Tal vez fue una manera de salir de su tristeza.
Uno de aquellos domingos de verbenas, Renato llegó diciendo que también era novio de Estela. Y Ecliserio diciéndole enseguida, ”mas vale que te pierdas de por aquí, el hijo del pastelero te puede matar” Sin embargo, Renato siendo el más inmaduro del grupo llegó a ser una persona importante para Ecliserio en una etapa de su vida. Le tomó afecto casi a primera vista. Y entre todos era él siempre el más cercano, quería que lo escuchasen por tiempo indefinido y así desahogar sus conflictos familiares y amorosos.
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Antes de que su alma disonante cambiara el curso de muchas de sus locuras, Ecliserio hizo un viaje a la Habana y se alegró de ver al poeta y caminaron a lo largo de la calle Obispo hasta el Hotel Montserrat, para visitar a Reinaldo. Fue una visita inesperada donde se pudo hablar de cualquier cosa, menos de literatura. No era necesario: él era literatura: habla como escribe y escribe como habla. Nos reímos mucho cuando dijo que estaba viviendo a te y huevo duro, era algo que comentaba con frecuencia. Sin tocar el tema de la gourmet, tenía la gracia de recordar unas famosas croquetas, o un plato de harina de maíz, en la casa de algún amigo holguinero. Comida sana para el que vive una suerte de alienación estomacal. Sin embargo, fue más divertido describiendo los muchachos de Santa María del Mar y sus aventuras llenas de exagerados orgasmos y fantásticas penetraciones subacuáticas. Seguramente el pintor no sabe y se pregunta a dónde quedó la acuarela que le regaló ese día: era una versión suya de “Las Barcas de Santa María” de Van Gogh, pero con dos muchachos parados en la arena, empinando una cometa.
En aquellos días las relaciones entre el poeta y Cuco no eran buenas, podría decirse que pasaban por la peor de las crisis. Ecliserio sabía muy poco de los intereses que ellos manejaban, tal vez por alguna indiscreción, el pintor tuvo que sufrir una estocada de Reinaldo, de su pluma punzante y vengativa.

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Como de costumbre, Ecliserio pasaba largas horas en su cuarto, parado en el balcón lleno de begonias florecidas en invierno, contra el gris permanente de un espacio intemporal. Rara vez se encontraban frente a frente a la hora de comer, aunque este acto fue una sagrada costumbre cuando los niños estaban en casa. Ya son adolescentes. Distantes. Pero a veces un lejano lapso de imperceptibles oleajes, lo secuestra y camina de un lado a otro, silbando, desafinado. Envuelto en el sobresalto de que Braulio a regresado con cierta devoción, con el mismo candor de antaño, y aun así, temeroso de que la indiferencia sea una heredad genética. Ve a Carina comportándose como la niña sensual que había sido, presumiendo su bata de cumpleaños a un bailarín capitalino, aún cuando los sueños de Lisa no llegaban más allá de terminar sus estudios en la primaria. Ver aun más allá. Sin embargo, estaba previsto en el siguiente paso del oráculo: le fue otorgado el Ojo de Horus, para tomar el camino de los hijos de Israel.
Escucho la agitación al otro lado del edificio y se detuvo. Se vio de bruces contra el impávido muro del distanciamiento. Las cuatro paredes donde podía regocijarse con la posibilidad de traer a la mesa una letanía de lúcidos recuerdos. Objetos que se impactan contra viejas sutilezas: manuscritos incoherentes, bocetos de niños, un catálogo de fotos familiares, las cartas de su madre.
Con esa mirada de menosprecio sobre sí, siempre interceptando, proyectando evidencias con gestos silenciosos, aun cuando él discurre y se limita al imperceptible movimiento del agua en el vaso. Este muro, (ahora virtual) construido sobre su piel se trastoca en un siniestro pabellón de recluso. Oh, vida intacta y apestada bajo un mismo hospicio y él retornando por inercia, al amaestrado amor de los claustros, a la carne limpia de toda peste sexual. La fealdad de lo impasible, de saberse él mismo y a la vez otro en el eterno desencuentro del espejo. Caer y levantarse o llevar la piedra, como en el Mito de Sísifo o como el Ave Fénix resurgiendo de eternas incineraciones, sometido cada día a sondeos impredecibles. Insolencia de la sombra que lo parapeta en el caos de la costumbre y una profusa emanación a tufo de fiera.
A sus espaldas se abre una ventana enorme y percibe la brisa sacudiendo los arboles del parque cercano, bullicio de transeúntes, aplausos; entonces dice: la casa de uno, aun errante, oscilando entre el ruido y la serenidad llega a su fin o, ¿Qué diría ella que es también la gente? Esa sombra te observa moviéndose de un lado a otro y te hace enmudecer de enojo aquí, ahora frente a esta bahía que alimenta las nieblas vespertinas. Una increíble puesta de sol. Ella, la gente no sabe. Sabe como la gente, intuir, sustentar su propia lobreguez, como hace la bruma de esta hora con el mar.
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Tras las cortinas, ella no sólo va de un lado a otro, guareciéndose, adherida como una hiedra a las ménsulas de este castillo en ruinas. Contra la fuerza del viento y la investidura del mar, se traslada a un trance de eternidad. Ella es Luna en su plenitud, mostrando una larga vida en memorias, manuscritos desconocidos y libros conocidos.
“No soy solamente la literatura: soy la locura. Soy capaz de matar. ¿Mi obsesión? ¡Que me escuchen! ¡Que me escuchen! Saldré a caminar por los tejados. Quien sabe cuantas cosas gritaré. Me presentaré en todas las plazas. Porque yo soy tú. He penetrado en tu casa. Nada hay oculto para mí tras esos ladrillos pintados en tu cuerpo desnudo”.
“Yo digo que los padres de Ecliserio, -dice ella que dicho por el propio Ecliserio lo tiraron a la calle, lo dieron en adopción, él con un sueño de quijote y lo colocaron de escudero. ¿Como puede un humano ser tan indolente? Su madre no lo parió, lo escupió. No quería tenerlo, tal vez en un mentido recuerdo de su locura, lo abandonó en una cloaca a merced de las ratas o entre los mayales de la Colonia Uno. Ji, nosotros nacimos en pañales de seda. Una parte de la Gente nació en cuna de oro y otra en una cloaca. Yo estoy, afortunadamente en el primer grupo.”
Ecliserio hace un alto en la secuencia de sus recuerdos para reírse. Mueve la cabeza y se ríe para no llorar. Tengo que cortar definitivamente con este cordón umbilical. Yo no dependo de ella, mi madre no puede ser la sombra, la locura, una equivalencia de todas las murmuraciones, los juicios sumarios de a media noche. Ecliserio, levántate, vamos a hablar y él con el sobresalto escuchando a punto de caer muerto de pavor. Pero si yo soy la Madre de la sombra y soy quien la amamanto no tengo más nada que agregar. Eres tu misma y a la vez la gente.
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“Estoy a punto de ser parte de estas aguas enfurecidas y me aferro a los arrecifes. Mi casa soy yo. No puedo dejar a la deriva las cosas que he guardado durante años. Cada ladrillo de mi casa es susceptible de originar una leyenda incluyendo los hijos, ya no tan devotos, como en otros tiempos. Los fieles son otros, los afines nada tienen que ver con el sexo, la cultura y la religión y a distancia vivimos la adrenalina de acariciar una misma sustancia, y siempre lo recordaremos”. Ecliserio se imaginaba el fin. No podía evitar la visión pasajera de su cuerpo disperso en la bahía, eran unos cuantos ladrillos flotando en el ir y venir de las olas, pequeñas tumbas olvidadas, imprecisas para los navegantes, pero él con la mirada fija los veía en bermejas chispas que se asoman y desaparecen. En cada ladrillo hay un poco de su infancia y eso es algo espléndido para estos tiempos.
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Después comprendió que no era a su fin, Ecliserio tuvo la oportunidad de volar, contemplar la inmensidad de las aguas que rodean la Isla, definitivamente se alejaba de los ruidos habituales, del verde azul visto desde el otro lado de su confinamiento, en los límites de un itinerario perpetuo. Se preguntaba si es esto lo que realmente necesita, pero aquellos engranajes que por mucho tiempo parecían negarse, ahora lo lanzaban a una aventura inevitable. Ecliserio pudo alzar el vuelo, antes de que sus alas estuviesen cansadas y ya no le permitieran hacerlo.
Ahora me doy cuenta que no conozco tanto a Ecliserio como creía. Y me sorprendo de verlo emprender una salida abrupta de la isla, a pesar de las oscuras expectativas: Irse, salir no había sido para él un proyecto concluyente. No sé cuanto tiempo pasará después de esfumarse como un grano de arena en la otra ciudad, expuesto a una investida mayor: luchar contra la inmensa muralla de lo desconocido.
Sólo unos días después fue capaz de apartar de su mente los presagios provocados por ciertos mitos. Tocar un nuevo territorio era también parte de su vida, aunque llevara consigo todo lo destruido de sí, como en aquellos días, distraído junto al malecón. Si el atardecer capitalino no le pertenecía, mucho menos la otra ciudad, donde los vestigios de viejos imperios aun parecen aplastarlo. De nuevo me quedé observándolo pero ya no logré intuir su destino inmediato ni siquiera advertir lo que ambicionaba.
Llegar a Mérida fue como regresar al bullicio de la ciudad que lo adoptó y le ofreció generosos esplendores en su niñez. Se le pareció de pronto a Holguín, su ciudad que a penas conoció medio siglo atrás. Allí estaban las casas palacianas de frescos patios interiores. Inocentes jardines, arquitectura intacta sin la impronta de obsesivas profanaciones que gritan en los viejos muros. Sin rostros sombríos que se asoman a través de gastados balaustres. Las plazas atiborradas de gente viva y alegre pregonando las ofertas del estío. Los vendedores ofreciéndole los hermosos productos del telar: otra vez vio la riqueza de las hamacas rojas, azules, amarillas, mucho más brillantes que las de la Colonia Uno.
El hotel a dónde finalmente logró llegar, era una suerte de museo de arte. De la misma manera que observamos una obra abstracta, los espacios ofrecían un desorden aparente, pero con un orden interno respetable. No era difícil advertir a primera vista, un concepto inusual de modernidad. Tras las vidrieras del vestíbulo se escondía un ambiente de verdor tropical, abigarrado; plantas, aromas y arabescos resguardando los espacios, virtualmente separados por muebles de mimbre, lámparas, angelotes, mesas irregulares, aparatos inventados, maniquíes, y nichos con graciosas esculturas policromadas.
En la recepción encontró un empleado de carpeta, que parecía de los años 30; clásico, amable, con ciertos rasgos afeminados que sabía disimular de inmediato, impostando una autoridad propia de los que sirven en estos negocios. El hotel ofrecía la particularidad de que albergaba a artistas de diferentes partes del mundo, muchos pintores cubanos tenían la opción de pagar con una obra, y esa fue la pregunta: ¿Va a pagar con obra, señor?
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Después de varios días en el Hotel Trinidad Galerías, apareció el anfitrión, o más bien una suerte de guía, encargado de acompañar a Ecliserio en un viaje de 22 horas por autobús a la ciudad de México. Cuando el enviado de Leoncio llegó, fue hasta la piscina, donde encontró a Ecliserio entretenido, tratando de recobrar su energía en aquellas templadas aguas. Se sorprendió. Aun no se borraba de su rostro la huella de los últimos días en la Habana, en plena austeridad. Nada sería capaz de intimidarlo después de un largo entrenamiento en asuntos burocráticos, algunas veces lleno de cierta fobia por el que se va. O el que va, da igual. Siempre lo ven como el que saldrá. Esperó su salida temporal, sin que esto hubiese llegado a considerarlo como una salida. En contrapartida, el enviado sonrió. ¿Qué pasó cubano, cómo te sientes? Y siguió remendando con acento habanero: “oye chico, tu sabe”
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El dueño de aquella extravagante instalación era Don Manuel Rivero, un hombre de aspecto europeo, blanco, corpulento, culto y de lenguaje sencillo. Con gran sentido del humor. Se conducía como un artista de vanguardia escapado del grupo de los informalistas de Nueva York. Era considerado en la ciudad de Mérida, no sólo un importante coleccionista y un celoso guardián de su patrimonio, sino también un artista contemporáneo que sabía manejar con excelencia el lenguaje de su época.
El Hotel Trinidad Galería, fue la primera ventana, el punto de partida por donde Ecliserio empezó a conocer las tierras de la cultura Maya. En unos pocos días se vio frente al fabuloso espectáculo del gran complejo arquitectónico prehispánico de Chichen Itzá y volvió a recordar un buen amigo, Arnoldo, uno de los fotógrafos más sensibles a la arqueología que ha conocido, un holguinero, quien durante una expedición por tierras de la Bahía de Nipe, parados sobre los vestigios de un asentamiento taíno, lo ayudó a reflexionar acerca de la idea, de cómo habría sido aquel sitio, el último día cuando sus pobladores abandonaron sus casas, o si no tuvieron tiempo de escapar al metálico tropel de aquellos bárbaros, y los mataron a todos. El otro amigo era Ronny, y hacíamos un trío perfecto para viajar por el túnel de las remotas iluminaciones.
“siempre a existido un principio y un fin” decía su amigo Arnoldo y Ecliserio seguía reflexionando acerca de esos relámpagos que marcan un “hasta aquí”. Los ilustradores de la historia de Cuba, en sus grabados, representan escenas de la vida domestica de nuestros primeros pobladores. El qué hacer de los hombres, las mujeres y los niños en tiempos de paz y también de las más crueles masacres perpetradas por los conquistadores. Pero ahora, parado sobre esta tierra rojiza y polvorienta, rica en materiales precolombinos, Ecliserio quisiera dimensionarlo todo, desde su propia evocación. Ellos eran criaturas enraizadas en un paisaje, donde aún el espadín y la piqueta empuñada por otros hombres, no había importunado su inocencia. La tierra virginal “la más hermosa que ojos…” donde los niños, desnudos debajo de los cocoteros, ignoraban las turbulencias salvajes, desencadenadas al otro lado del mundo. Las afiladas piedras sólo eran utilizadas para sacarle el agua a un coco y beber. Y aquellas mujeres laboriosas, se limitaban al simple y hermoso acto de procrear, amamantar, dar y recibir amor. Pero un día, o tal vez a mitad de la noche, bajo esa luna que dentro de algunas horas empezará a brillar sobre los manglares, los nativos fueron sorprendidos por un tropel de hombres armados y las mujeres dejaron de hacer el amor, de lactar a sus hijos, y los hijos dejaron de jugar con sus animales mansos.
Desde entonces los cubanos no han dejado de sufrir la esclavitud y el exterminio paulatino. Porque la conquista también significó transculturación, un proceso donde como parte inherente del género humano, también impuso la guerra “para romper las cadenas”, para emanciparse del yugo opresor, siempre empuñando un machete o un fusil. Siempre gente que huye, y gente que hostiga, en una historia de constantes luchas a favor de las soberanías del poder. La conquista de una libertad que después es utilizada para imponer el cepo.
Casi al atardecer, el viento levantaba un polvo oscuro, y Ecliserio tomó del suelo una hermosa vasija de concha; Arnoldo la identificó como una especie de instrumento musical, y Ronny decía que tal vez en la intimidad del aire sonoro que fue antes, se esconden las notas ancestrales de algún himno. Detrás de la sierra presentíamos el mar y nos llegaba un purificado olor a mangle.
Amigo, nos tenemos que ir y este es un nuevo relámpago. Ahora aquí. No vamos a pasar todo el tiempo hablando de los que huyeron. Durante las primeras guerras, en la insurrección, durante el proceso de la revolución, los que abandonaron bruscamente sus casas, que fueron arrasadas por fuerzas militares.
Ecliserio volvía a asomarse brevemente a su pasado en San Agustín, en los tiempos de la revolución y veía los rebeldes acampando en las calles del pueblo, en sus portales. Grupos de insurrectos, casi adolescentes, con sus escopetas al hombro en la apoteosis de una noche de diciembre de 1959.
Las casas quedaron vacías unos días después, abandonadas con urgencia ante el inminente paso de un regimiento del ejército de Batista. Casas desmanteladas en la Colonia Uno, gente que recogió sus cosas en un abrir y cerrar de ojos y desapareció.
En las ciudades podíamos asomarnos y ver la huella de una diáspora sin límites, y Ecliserio era como un testigo silencioso, en aquellas habitaciones repentinamente vacías. Residencias confortables, cuyos salones se cubrían con las hojas secas de un otoño reciente, un trozo de pan añejo y una taza en cuyo fondo el café se ha secado, seguramente el que huyó no tuvo tiempo para más.
En otro sentido, para Ecliserio, el viaje a México le serviría no sólo para introducirse como artista, sino para reconciliarse con un mundo que había observado de lejos, mediatizado por diversos historiadores del arte, con la idea remota de que alguna vez había vivido esos esplendores en lo esencial, en ese aspecto virgen que tiene el mundo de la infancia.
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Manolo, como enseguida se acostumbró a llamarlo, lo llevó a conocer su fabulosa colección de pintura cubana, que presumía con fanático orgullo. Ecliserio examinó con asombro los Cabrera Moreno, Raúl Martínez, Milián, Portocarrero, Amelia, Favelo, Zaida, Antonia Eiríz, Tomás Sánchez, formatos, montajes. La muestra se extendía aun más, con otros autores típicos, cuyas obras se aglomeraban resguardadas en aquellos muros destinados a galería.
Unos días después antes de liquidar la cuenta en el hotel y continuar viaje a la ciudad de México, Ecliserio pasó al estudio de Manolo. Extendió sobre la alfombra varias pinturas suyas, oleos sobre tela. Había convenido pagar en especies, su única “moneda” en aquel momento. Manolo escogió una abstracción cargada de azules, y rosas grisáceos, dijo la quiero para mi y enseguida pagó por ella, una buena cantidad, para él en aquel momento, sobre los gastos de su estancia en el Hotel. Fue curioso, porque la agraciada obra, estuvo a punto de quedarse en Cuba; a Ecliserio no le parecía particularmente buena como para traerla en el viaje a México. A veces el pintor frente a su trabajo, experimentaba una rara sensación que oscilaba en lapsos de arrepentimiento e instantes de elevación del ego, creyendo ciegamente en cualquier resultado, magnificando su propia obra o destruyéndola.
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Después de lo que Ecliserio había aprendido durante pocos días en Mérida, estaba consiente de que la gran capital azteca sería para él un mundo lleno de sorpresas.
Leoncio había arreglado las cosas para que se hospedara con él en una pensión de la calle Bucareli, tal vez abusando de la generosidad de un joven hondureño, quien rentaba un piso en aquel edificio, añejo y hermoso.
Pero la otra ciudad comenzaba por mostrarle su lado austero. Los artistas de la isla, que viajan al exterior de manera independiente, se juegan una carta y no todas las veces tienen la fortuna de tocar las fibras sensibles de algún mecenas. Sólo cuando se les ha otorgado el mérito de cumplir una misión cultural, mediante un contrato con deberes y derechos. Existen otras garantías y por supuesto, los mecenas son otros. Ecliserio reconocía lo importante que había sido para él, el apoyo de Leoncio en esta etapa. No los unían compromisos de ninguna índole. Y en el campo del arte, se descartaba algún concepto afín que sirviera como punto de partida para integrar sus discursos pictóricos en una exposición bipersonal. Ecliserio supo de inmediato que la azotea del edificio Gaona, en Bucareli, seria el espacio indicado para trabajar y producir las obras. No hubo otra obsión. Recuerda con beneplácito aquellos días intensos que le permitieron crear suficientes cuadros para una muestra personal.
El pintor recién llegado a la ciudad de México, no se imaginó que el trabajo de tantos meses iba a servir para engrosar los fondos de obras robadas de la señora Armida, quien dirigía la Vil Galería y usó oportunamente a políticos, curadores, museógrafos y por supuesto a los artistas para finalmente, quedarse con las obras sin pagar un centavo a sus autores.
Desilusionado y en medio de una preocupante crisis económica, Ecliserio se desvelaba buscando una posibilidad de regresar lo antes posible a la isla. El arrendador del departamento, un señor de unos ochenta años, que había sido mariachi en Garibaldi estuvo a punto de llamar a un abogado para echarlos a la calle, porque no tenían dinero para pagar la renta, sin embargo, les dio una oportunidad y les ofreció un cuarto de azotea. En pleno noviembre el frío era insoportable. Ecliserio y Leoncio tuvieron que compartir una misma cama por varias noches. Durante el día tenían toda la azotea para pintar. Cuando llegó a visitarlos Julián, un mexicano que viajaba frecuentemente a la ciudad de Holguín y estaba relacionado sentimentalmente con una amiga, quien a la vez era para Ecliserio como una hermana. De algún modo, Julián conocía muy poco el mundo de las artes. Tenía el concepto, tal vez anticuado de que los objetos artísticos pueden llegar a valer mucho con el tiempo, entonces llamó a Ecliserio aparte y le dijo: “tengo un apartamento desocupado en la colonia Nápoles, si quieres mañana te llevas tus cosas y te mudas, con este pinche frío, dos hombres durmiendo juntos se pueden volver maricones o tuberculosos”. La última frase fue una broma muy mexicana, pero Ecliserio no le prestó mucha atención, seguía con la idea de regresar a Holguín.
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De Cuba le llegaban cartas, voces desesperadas entraban por el audífono del teléfono mágico: “no se te ocurra venir porque aquí te vas a morir de hambre”. “Tú no tienes idea de la que estamos pasando.” “Es realmente un panorama aterrador”. “No hay obsión.” Eran voces lentas, tristes, golpeadas por la desolación y la incoherencia. A veces llenas de ira y resentimiento. No había un instante para hablar de la otra ciudad, ni Ecliserio era capaz de trasmitir esta vida desde afuera. Aunque él trataba de ser alentador, ofreciéndole una esperanza remota que aún no tenía a su alcance.
Fue una temporada breve aquella de conseguir un teléfono público completamente gratis, pero la mayoría de los extranjeros se formaban para aprovechar la oportunidad que ofrecía este “descontrol” por parte de la empresa telefónica. Para algunos cubanos sirvió como punto de reunión, una posibilidad de encontrarse con sus paisanos.
Una de aquellas noches decembrinas, Ecliserio junto a una cabina telefónica, vio un joven tiritando de frio y enseguida comprobó que se trataba de un holguinero conocido. Era Ale, quien reconoció al pintor y se presentó diciendo que había venido a través de una Escuela de Danza. A simple vista se le podían calcular unos 19 años de edad, con un porte elegante y conservador. Como se encontraban cerca de la zona Rosa, caminaron hacía la calle de Génova y terminaron invitándose mutuamente a un café. Entraron a un Vips. Risas. Anécdotas. Atisbos en el salón. Él: Fresas con crema y café capuchino. Ecliserio: pan con mantequilla, café con leche. Y no dejaban de recurrir a la gastada frase: ¡que pequeño es el mundo!
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Después de una larga temporada de ausencia, Ecliserio arreglaba las maletas para regresar a la Isla por unos días. Hacía y deshacía su equipaje, calculando el peso, seleccionando una y otra vez entre los bultos lo más necesario. Pero llegaba a la conclusión de que realmente todo era indispensable en un país donde no había prácticamente nada. En Holguín, lo esperaban otras expectativas, a veces imprevistas, y él demostraba una aparente tranquilidad que no duraba mucho. Casi enmudecía de rabia cuando alguna voz indiscreta, siempre fuera de lugar, como hacen la mayoría los cubanos: ahora que traes dólares se te van a sobrar las jineteras. Y él le respondía que su mayor anhelo era en cuanto llegara a Holguín ir corriendo a San Agustín para ver a su madre.
En realidad a Ecliserio ya no le nacen ciertos entretenimientos, como antes cuando tenía que “inventar” para conseguir un “vino de Armenia”. Era la bebida del momento y, como si estuviera adulterada con algún afrodisíaco, una botella era suficiente para llevarse un cuerpo a la cama. Cuando discurría con gente de la calle haciendo algunos cambalaches para sobrevivir o traficar con esas manos que se extienden en la sombra ofreciendo alimentos en bolsa negra. Todo eso cambia cuando sales, cuando te vas y regresas. Todo es diferente y aunque trabajes como mulo, lo haces con la perspectiva de asegurar un futuro inmediato; la posibilidad de viajar a Cuba y remediar en lo posible algunas calamidades de la familia mas allegada. Ecliserio había cambiado; ya no tenía corazón para emborracharse por gusto. Ni valor para derrochar el escaso dinero. Sabía que ahora el intercambio de favores con sus viejos amigos, relacionados con empleados del turismo, sería distinto. Estaba consciente de que las divisas, penalizadas por las leyes vigentes en la Isla, eran peligrosas llaves mágicas para resolverlo todo. Pero para él, como residente en el extranjero, podía convertirse en arma de doble filo; se sentía vulnerable, porque nadie sabe de lo qué es capaz una persona resentida y minada por la desesperación o, simplemente, porque cada vez puedes encontrarte un mayor número de gente sin escrúpulo. Sí, qué importa, que digan que me regresé derrotado, sin un dólar en el bolsillo, “que tanto tiempo viviendo afuera y no eres millonario”, que no tienes en tu casa un televisor de pantalla gigante; ¿Dónde están la ropas de buena marca?.
Nada de eso tenía Ecliserio, que prefería regresar a su vieja casa de San Agustín, aquella que conserva en sus maderas los remotos olores de su hogar materno y un casi imperceptible aire de nostalgia. Allí estaban reunidos todavía una pareja de generosos ancianos que viven “a la antigua” en lo esencial, pero con una huella inevitable de quien sabe cuantos castigos, sacrificios impuestos, mínimos deseos amputados, ilusiones quebradas así, a punto de esfumarse con ellos a la tumba.
Allí lo esperaban con curiosidad y algo de asombro. Lo han rodeado con todas las penas inevitables, con sus escuálidas memorias y un silencioso respiro; quizá disimulando unas ganas inmensas de regresar en el tiempo, y convertir la hilaridad, en una relación cotidiana que los uniera en animados alborotos, en juegos interminables y pueriles apuestas. Ya eso no importa, porque sobre todo, persiste la añoranza por ese acto sagrado de compartir la mesa, los incesantes ruidos de la noche, el canto de un gallo, el llanto de un recién nacido. Sentir que tu voz es familiar y que llama; que sigue llamando con tierna desnudez: “mamá”. Madre, o así nada más “Marina” qué bueno que aun puedo verte: toma esta manta, a veces la podrás usar, no siempre hay calor, decía, y ella miraba a su hijo con un goce indescriptible, una alegría infantil y querendona, celebrando el reencuentro. Tantas veces se repiten estas escenas en la isla, la isla de los hijos que se auto-destierran por un iracundo afán de “libertad”, por encontrar el sueño de una vida mejor. Ecliserio miraba fijamente a sus hermanos, cansado, sereno y parecía navegar en las placenteras aguas de los sueños infantiles y creía decirle y pensaba decirle y cómo decirle: si vieras, si supieras el extrañamiento que producen las otras calles, los suburbios o los bulevares de alcurnia. No importa; por un atajo inexplicable, le llega el desencanto, y parecía preguntarse: ¿a dónde fueron a parar las finesas del alma, los encuentros fugaces y tantos otros lujos?.
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Unos días antes de su primer viaje a Cuba, molesto por una serie de situaciones incómodas, a raíz del cinismo con que la galerista lo había estafado, pensó que lo mejor sería olvidarlo todo y buscar un poco de distracción. Y fueron oportunos los momentos agradables que pasó al reunirse con gente del ambiente artístico: músicos, actores de telenovela y de teatro; se permitía alternar con personas jóvenes en reuniones tradicionales o espectáculos en discotecas (antros). No tenía un espacio propio donde vivir, sin embargo, no prestó mucha atención a la oferta del apartamento de Julián. La situación con Leoncio y el encargado de la renta en el edificio de Bucareli, era embarazosa e insostenible. Fue uno de los meses más agitados, sin duda por las tensiones que produce el juego sicológico en los negocios de ventas de obras. La situación impredecible con algún coleccionista del cual depende la posibilidad de financiar en parte, un boleto de regreso a la Isla, las complicadas reuniones que lo involucraban con nuevas figuras del arte.
Había estado en una fiesta de despedida con algunos artistas cubanos, que al día siguiente cruzarían la frontera hacía Estados Unidos. Pasada la media noche, Ecliserio deambulaba por el centro histórico, en esas horas peligrosas, cuando la ciudad taciturna y metafísica, luce sorprendente. Pero más sorprendente fue para Ecliserio, el re encontrarse con un grupo de teatristas españoles, de los cuales se había despedido en horas tempranas. Lo invitaron con ellos a su casa, a pasar el mareo de las copas, en una curiosa cama colgada del techo por cuatro cuerdas llenas de colorines. El aire lo mecía como en un columpio y Ecliserio descubrió que su borrachera no era tanta. Cuando se despertó, casi a media mañana y se percató que no había nadie en la casa y le habían dejado un mensaje sobre el mostrador de la cocina “que ahí tenéis café y que desayunes. Cuando salgas cierra bien la puerta, estamos en la casa de la calle Uruguay”.
A mitad de noviembre Ecliserio anduvo la ciudad casi todo un sábado en la camioneta que conducía Roger, un pintor joven graduado del Instituto Superior de Arte; (más grabador que otra cosa) temprano en la noche se fueron a su casa en Coyoacán. Roger no tenía casa ni camioneta, todo pertenecía a Eugenia, la pareja con la que andaba desde que llegó a México. Tenían una hija pequeña, con las que compartía aquella casita preciosa, llena de cuadros y objetos de arte. Roger estaba trabajando en un proyecto para el museo universitario de El Chopo y necesitaba cargar materiales y objetos para una instalación. Le pidió a Ecliserio que lo acompañara en estos trajines y lo hizo parte del equipo.
Eugenia era investigadora del museo Rufino Tamayo, una mexicana culta y amable. Accesible. Cuando Ecliserio le mostró una carpeta con varias obras y surgió la idea de que ella escribiese el texto para el catálogo de su exposición personal en la Vil Galería, a ella le pareció una buena idea ayudarlo. Después Roger se encargó de la fotografía, muy buena por cierto, en blanco y negro, donde aparecía el pintor, algo demacrado, de pie contra un portón lleno de rejas. Roger y Leoncio, eran dos de los tres artistas que aparecían en el catálogo de una muestra en la galería de Nina Menocal.
Fue una temporada donde Ecliserio tuvo la oportunidad de descubrir un importante grupo de compatriotas, en medio de una de las manchas urbanas más pobladas del mundo. De todos ellos se destacó un holguinero con el cual tenía amistad desde mucho antes, un joven con marcadas inquietudes estéticas, ya destacado en las actividades culturales y el oficio del diseño y la fotografía: Ernesto, quien entonces le presentó varios compañeros, llegados de Cuba a la ciudad de México por razones diversas; la mayoría relacionadas con la cultura cubana, como el caso de Saúl, un mulato habanero, que había conseguido contratarse como modelo en una famosa tienda departamental. Saúl reunía sobradas condiciones físicas para triunfar en este oficio. Parecía una figura recortada de los espectaculares de “Benetton”. Sin embargo, no le permitían hacer su show, y sus presentaciones no eran las más importantes, porque preferían a los “güeros” de ojos azules. El cubano estuvo a punto de terminar como un empleado más de la tienda, a no ser por el encuentro con una millonaria sueca, quien se lo llevó a su país y, como en los cuentos de hada su vida cambió.
En aquel grupo conoció a Ricardo, holguinero también. Había tenido suficientes colmillos para introducirse en la Habana como camarógrafo de TV; no era muy extrovertido y se le notaba una angustia inquietante. Uno de aquellos días dejé de verlo, no regresó al edificio y no tuvimos noticias de él hasta que se comunicó desde Miami. Poco tiempo después, apareció Juan José, un tipo que hablaba remedando a los cubanos. Ecliserio llegó a pensar que era un paisano más, pero a los pocos días descubrió que venia del estado de Tabasco. Formaban parte de los huéspedes transitorios en la casa de Verónico, gente en su mayoría gay que trataba de encontrar una oportunidad en la capital. Estos jóvenes gravitaban alrededor de una búlgara que había emigrado primero a la Isla casada con un mulato cubano. Unos años mas tarde llegó a México. Vino a engrosar la familia en el edificio de Verónico quien hospitalariamente, daba posada al grupo de cubanos, que por alguna razón eran amigos de otros amigos.
Cuando Ecliserio fue invitado por Ernesto a vivir unos días con ellos en un cuarto de azotea, en el edificio de Verónico, Dora, que así se llamaba la búlgara, no parecía sentirse a gusto. Ecliserio se dio cuenta que no era santo de su devoción, desde el instante que le ofrecieron el espacio que ella utilizaba como bodega para sus tapices, estuvo sin hablarle varios días. Los tapices de Dora parecían gozar de mucha estima, porque tenía la habilidad de copiar las pinturas de Portocarrero con recortes de telas. Era evidente, la estancia de Ecliserio en aquel lugar no sería grata. Cuando llegaba la hora de irse a dormir, sentía que un montón de cajas y una maquina de coser se le venían encima, cada noche se le reducía más el cuarto, hasta que le fue imposible quedarse allí..
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Acostado boca arriba, en la azotea del edificio de Verónico, quizás añorando la desnudez del trópico, Ecliserio viajaba en el tiempo hacía los rincones del jardín donde Nenita, con una pluma de gallina y tinta azucarada de pastelería, le llenaba su cuerpo de pequeños ladrillos. Así comenzó la idea de ser una casa y ella trataba de habitarlo en el agitado paraje de su corazón. Pero de pronto allí no vio más que laberintos oscuros y abandonados. Se encontraba no sólo en otra latitud, sino en otra altura y en lo alto. Sin embargo al contemplar el gran espacio de la noche en el valle de Tenochtitlán, sentía la inevitable añoranza por un cielo limpio, con miles de estrellas al alcance de sus manos.
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Era una tarde de domingo, animada por un grupo de muchachos que practicaban foot ball en el área verde de la calle Bucareli. Ecliserio esperaba a la entrada del edificio. Había regresado de Cuba hacía a penas una semana. No deseaba ver a Verónico, reanudar aquella vaga estadía en aquel bonito edificio en la colonia Roma, donde la propia Dora, al salir a la calle fue confundida con un travesti. El edificio de Verónico llegó a ser como una “Jaula de las Locas” y Ecliserio siempre había deseado un espacio tranquilo y privado.
Pensó que Leoncio y el hondureño habían llegado a un acuerdo para mantener la renta, pero no fue así. Don Luis, el mariachi de Garibaldi, buscó al licenciado que administraba el inmueble y obligaron a sus amigos inquilinos abandonar el cuarto. De no encontrarse con Leoncio, aquella tarde, Ecliserio hubiera pasado la noche en un hotel de paso, expuesto a los peligros de la ciudad. Pero las metrópolis ofrecen de pronto inexplicables sorpresas y puedes coincidir con gente que has visto una sola vez en la vida. El encuentro casual con otro holguinero, lo llevó a donde Leoncio, el hondureño y Ale habían conseguido una renta económica a sólo unas cuadras de la calle de Bucareli.
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A la media noche del primer domingo cuando Ecliserio quedó definitivamente instalado en la casa de huéspedes de la señora Martina, y sin que hubiera conseguido conciliar el sueño después de tantos días de ir y venir de una colonia a otra, sonó el teléfono en la mesa del comedor. A esta hora ya todos dormían. ¿Quién puede llamar a esa hora? No era la señora Martina, la que lo había aceptado esa misma tarde como huésped por trescientos pesos, pagando dos meses por adelantado. No era una voz conocida. No había preguntado por alguien en particular diciendo además de quién se trataba. Cuando Ecliserio levanto el audífono escuchó una vocecita de maricón repitiendo “chinga tu madre, chinga tu madre”,…y enseguida colgó. Antes de llamar a los compañeros de cuarto que dormían a piernas sueltas en sus literas, Ecliserio prefirió quedarse un rato en la sala, prender la tele y entretenerse con una retrasmisión de Los Simpson.
Esa tarde habíamos celebrado el cumpleaños de la Moe en la ciudadela, en la tienda de María y Clemente. Felices de que sus amigos, los inquilinos de Bucareli, habían encontrado un apartamento en las cercanías de su negocio, bebían y bailaban al ritmo de la más sonada cumbia del momento: Bronco en plena descarga “que no quede huella que no.. que no quede huella”. Ha Ecliserio le pareció algo divertido, sobre todo porque la Moe a quien había conocido como mesera de un pequeño restaurante, era un travesti que imitaba a la glamorosa Verónica Castro, asumiendo con orgullo el centro de aquella celebración en su honor, trastocada en un flamante show musical, donde terminó pasada de copas, hasta que llegó la hora de cerrar la tienda de platería en la Ciudadela.
Estábamos a mitad del mes de octubre y Ecliserio había visto pasar el año asombrosamente veloz, esto no le hacía ninguna gracia, porque no había conseguido cumplir con su proyecto y no tenía otra cosa que inventar aparte de repartir su currículo en algunas instituciones donde pudiera conseguir un empleo relacionado con su profesión.
A la mañana siguiente cuando Ecliserio vio salir una muchacha rubia de una portezuela al fondo del pasillo, se percató que el apartamento de Martina, tenía más de dos habitaciones. La chica no era realmente rubia ni tan joven, pero mostraba un aura de vida nocturna que la delataba de inmediato, porque “La Princesa” trabajaba como “teibolera” en un centro nocturno de la Zona Rosa. Consideraba que su oficio no tenía nada de malo; en definitiva, allí también trabajaba de mesero su marido, el Chilpo a quien la protegería de algún cliente que se pasara de listo. Pero allí seguía el teléfono con su riiing, riiing…y sabía, intuía que era la misma persona que había llamado hacía un rato, pero Ecliserio no comentó sobre la llamada y la vocecita, lo tomó como una broma equivocada. Por el momento será mejor no atender el teléfono. Para usarlo la señora Martina había puesto las reglas bien claras, de modo que las llamadas de larga distancia, quedaron excluidas del costo de la renta.
Lo más difícil para los inquilinos cubanos en el apartamento de Martina, era la falta de empleo. Leoncio había logrado sobrevivir colocando sus obras en un mercado de clase media, entrando en contacto con coleccionistas apasionados, aunque de poca solvencia económica. Ellos eran entusiastas y estimulaban a los artistas en la creación y Leoncio les mostraba una apariencia de bienestar, confiada a la suerte y a la buena vibra. Tenía sobre todas las artes, el arte de relacionarse y hacerlo con una presencia impecable. “Esto es muy importante Ecliserio, -decía-, trata de que nunca te cojan lástima, la gente rica, no te compra tus cuadros por compasión, lo hace por acumular cosas de valor o, simplemente por jugar a ser gente culta, debes magnificar tu obra, si no lo haces tu, ¿quién carajo lo va a hacer? Levanta tu obra del piso, sácala a la luz, que brille”.
Ale el bailarín y Leoncio no se habían separado más, desde que se encontraron en un teléfono público, se convirtieron en amigos incondicionales y llevaron una convivencia de compartir momentos buenos y malos. Ale, el más joven de los holguineros en la casa de huéspedes tenía que arreglárselas a como diera lugar para pagar puntualmente la renta. Lo único que él estaba en posibilidad de producir era danza, un arte que había estudiado en la Habana. Pero no estaba seguro de conseguir un empleo en este perfil, pues primero tenia que regularizar su situación migratoria. Su promotor en México, quien le había conseguido la visa. Era un fotógrafo y periodista involucrado con la comunidad gay en asuntos de los derechos humanos y la lucha contra el sida. Dejó de verlo. A los pocos días Ale no tuvo otra alternativa que abandonar la casa de un famoso escritor mexicano, a dónde lo habían llevado a vivir.
Leoncio estaba inmerso en la creación de una obra que le parecía espectacular, era una suerte de torso manía, y lo disfrutaba. Presumía su “genialidad”. Desde el principio Ecliserio conoció el origen de aquellas motivaciones, porque el joven artista había cambiado mucho desde que abandonó la isla y ya declaraba abiertamente su fascinación por los hombres. Esa misma tarde tenía que llevar la pintura del gran torso a la casa de un abogado millonario, por eso le preguntó a Ecliserio ¿puedo pedirte un favor? Le explicó el plan y enseguida se pusieron de acuerdo. A Ecliserio le tocó hacer el papel del chofer para entregar el cuadro “a nombre del maestro”
De regreso, en el ascensor, Ecliserio se reía. No dejaba de pensar en la cara que puso aquel personaje cuando vio la pieza. Se quedó muy serio y enseguida mandó que se la retiraran de su vista. Así sucede cuando enviamos una obra que no puede defenderse a si misma por su valor expresivo; queda expuesta a los maltratos de gente ignorante y como sordomuda, sufriendo todo tipo de ofensa. Pero esto es bueno. Ha provocado en el espectador cualquier tipo de reacción. En este caso, lo más importante fue que el trato quedó cerrado. Le habían entregado un cheque y el plan de Leoncio se cumplió exitosamente.
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Los días y las noches en el apartamento de Martina volvieron a ser para Ecliserio como una secuencia de luces y sombras donde a penas daba tiempo a concretar una creación, la redacción de una carta, presentarse en el despacho de algún director, recorrer las grandes extensiones museográficas de las exposiciones, visitar las iglesias, los museos, antes de que el calendario dejara caer una hoja más en las cenizas del pasado.
A media mañana del primer día de la Semana Mayor, cuando al palacio de Bellas Artes acudían millones de mexicanos para dar el último adiós a Mario Morenos (Cantinflas) Ecliserio no se cansaba de lamentar que tal vez por su propio descuido, le habían robado de su cuarto los únicos 500 dólares que le aseguraban, al menos una tregua para buscar trabajo o esperar la suerte de una nueva venta de obra. En aquel momento llamó a Leoncio; lo consideraba el principal culpable del incidente. Porque Leoncio, tal vez arrastrado por la compasión y el erotismo, había traído al ladronzuelo y le dio posada en su habitación. Era Semana Santa y no hay que dudar que al encontrarse el niño vagabundo, se sintiera conmovido por una cierta “piedad religiosa”. Pero cuando llegó acompañado del muchacho, la gente no pensaba lo mismo; en realidad no era tan niño. A juzgar por las valoraciones de La Princesa, quien dijo que “era algo atractivo y aun recogido de la basura, se le podía antojar a cualquiera”. El muchacho tuvo la posibilidad de conmover a los huéspedes y como tenía apariencia de buena persona, fue admitido por una noche en el departamento de Martina.
Ecliserio tenía mucho que aprender de la vida en esta gran metrópoli y también de las relaciones humanas en una casa donde la convivencia y la diversidad de criterios era un asunto escabroso. El ratero tuvo el cinismo de despedirse cordialmente con el dinero robado en su bolsillo.
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El día que la venezolana amiga de Leoncio, trajo el pichón de águila para salvarle la vida, la señora Martina, habiéndole dado a Leoncio el ultimátum desde el día anterior, había recogido las pertenencias del pintor y llamó un taxi para que abandonara la casa de inmediato. Era raro, que la arrendadora alguna vez se le viera de buen humor, pero ese día estuvo ella tan enojada, que lo amenazó con llamar a la patrulla. Leoncio permanecía inmutable, siempre tenía ecuanimidad para enfrentarla y cuidaba su postura de gente culta, aunque también dominaba el lenguaje de los solares habaneros, prefirió mantener su imagen inquebrantable. Era una situación difícil. Mientras Martina lo insultaba, ya en plena calle, él seguía tratando de dialogar en buenos términos sin conseguir más que un chistoso monólogo. Leoncio alegó que no le debía un centavo y ella que “si, que tienes un adeudo de llamadas a Cuba que no lo brinca un chivo” y él entonces “que le había dejado en garantía una de sus valiosas obras” y ella, más enfurecida aun, “que no quiero obra de arte, quiero mi dinero”.
Cuando Leoncio, finalmente metió la obra en el taxi, la Martina se percató que el pintor había utilizado como soporte el reverso de un tablero donde se conservaba una copia litográfica de las cataratas del Niágara y ahí comenzó un nuevo dilema, como en el juicio de Salomón: “la pintura será tuya, pero la pintaste sobre mi cuadro”. “No me gusta lo que hiciste”, y él que “mi cuadro vale mucho”, entonces Martina diciendo “mi cuadro tiene un valor sentimental, es un recuerdo de familia” a ver cómo me lo vas a devolver” y como no lo pudieron separar en dos, Leoncio se subió al taxi y se fue a una colonia al norte de la ciudad, a vivir con Simona, su amiga venezolana. Fue una temporada corta en la que aparentaron una vida feliz, mientras el pichón de águila se recuperaba y Simona se entretenía haciendo música, teatro, y restauración de imágenes barrocas.
Simona y Leoncio habían entrado en un juego amoroso en el que ella se presentaba como una mujer polifacética, abierta a cualquier tipo de transgresión y se consentían cualquier extravagancia. Su imagen de ecologista, protectora de animales y apasionada amiga de los cubanos, los favorecía.
Después del incidente del robo, Ecliserio no se sentía a gusto en la renta de Martina, quien había tomado el control absoluto de la vida privada de sus inquilinos, inmiscuyéndose en el menor de los asuntos. Algunas veces con la intensión de atemorizarlos, hablaba de un amigo influyente en el gobierno, según ella, un alto funcionario de la AFI (Agencia Federal de Investigaciones) y daba a entender entrelineas que tenía poder para hacer deportar a cualquier cubano que no tuviera sus papeles en orden.
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Christian, el hondureño amigo de Leoncio, también traía una larga historia. Había llegado a la ciudad de México, cruzando varias fronteras desde su país, huyendo de la violencia homofóbica de su padre, “quien lo rechazó para siempre el día que lo sorprendió con un amante en medio de un campo de maíz”. Así comenzaba él a contar la novela de su vida, ante el asombro de La Princesa y su marido, el mesero, y un grupo de huéspedes a punto de abandonar el apartamento.
Christian vivía de su trabajo como estilista. Desde que llegó a México no le fue mal en el oficio y gozaba de prestigio y una buena clientela. Siempre que contaba su historia nos hablaba del cariño inmenso que sentía por María y Clemente, un matrimonio que se dedicaba al negocio de la Platería en la Ciudadela, donde habían celebrado el cumpleaños de la Moe. En este famoso mercado de artesanía de la ciudad, también Ecliserio conoció gente particularmente generosa, como lo había sido la señora Patricia quien le dio crédito en su pequeña fonda y podía llegar a comer aunque en ese momento no tuviera dinero. Era como su otra casa y lo trataron con tal confianza que podía tomar el plato y servirse a su gusto. Desde este sitio, Ecliserio pudo ver más de cerca el esplendor de la artesanía y el arte popular mexicano, porque La Ciudadela era como una ciudad en pequeña escala, reguardada por una enorme barda que hacía de muralla, cuyos accesos eran dos portones de rejería tradicional. Fue para Ecliserio uno de sus espacios favoritos y siempre recuerda aquella fiesta, cuando casi se vio obligado a bailar una rumba y demostrar que no era un cubano típico.
Los días finales en la casa de Martina, fueron tranquilos, sin mayores problemas. Christian ya tenía un buen dinero ahorrado, desde que llegó a México, su meta era Nueva York, sin embargo, unas veces por andar en romances efímeros, y otras veces por la inevitable depresión, se fue quedando. Aquel joven de 20 años ahora entraba en los 35, pero aparentaba menos edad y mantenía sus rasgos de galán de telenovelas. Había asumido una doble vida, porque durante mucho tiempo trabajó como transformista de un famoso centro nocturno de la ciudad, donde se presentaba como Cristina, la cantante. Estaba arrepentido de haberse inyectado el busto y ocultaba sus féminos atributos debajo de una chamarra de piel, o de una camisa grande. Se lamentaba de ser el amigo incómodo de alguien amaba platónicamente, con el que nunca pudo disfrutar de un día de playa.
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La peor de las reflexiones asaltaban a Ecliserio, después de la media noche, viéndose a lo largo tendido sobre un colchón inflado, como una isla (o una balsa). Se sentía incapaz para la invención, porque se necesita mucha inocencia “la cual como dijo el poeta () la hemos perdido y ya no podemos “hacer zarpar trasatlánticos de papel” y seguía pensando en una historia que se podía escribir en pocas horas y abarcar el tiempo de una vida. Como esos náufragos que desembarcan en una costa de aguas bajas y desde entonces ocurre un ir y venir de barcos y gaviotas que atraviesan los sueños.
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Los intensos días en la casa de Martina fueron motivo de evocación para aquellos los impertinentes huéspedes. Cuando Ecliserio regresó de un viaje corto a la isla ya los inquilinos se habían dispersado sin dejar rastro ni seña. La Princesa abandonó el contrato de “encueratriz” en el antro. Se peleó con su marido el mesero y regresó a su casa de Acapulco. Ale fue a vivir con unos amigos de la Colonia Roma, que había conocido cuando trabajaba en el Clandestine; Christian terminó poniendo una estética en un local de La Ciudadela y a penas se le veía en la calle, por el exceso de trabajo y porque allí tenía todo: casa comida y amor. Un amor que lo obligó a desistir del sueño americano. Leoncio, distanciado de sus amigos dejó de comunicarse y concentró su vida en recuperar el afecto perdido de su padre, viajando con más frecuencia a la isla y organizando estupendas celebraciones.
Ecliserio dirigió su antena hacía su amigo Julián y volvió a comunicarse y al día siguiente, resolvió para mudarse al apartamento que le habían ofrecido en la Nápoles. Para Ecliserio los cambios de domicilio no tenían mucha importancia y siempre se había movido de una colonia a la otra ligero de equipaje. Las estancias breves en diferentes rincones de la gran metrópolis, no eran lo suficientemente estables como para pensar en la adquisición de pesados muebles, vistosas artesanías, vajillas, cristalería y tantas cosas que, por la saturación de los mercados, y la excesiva oferta, terminan acumulados en las casas de los mexicanos. De estos avatares, siempre salían ilesos sus libros y películas favoritas.
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Para comenzar una vida diferente, Ecliserio fue por las llaves del apartamento que Julián le había ofrecido. Por suerte la propuesta seguía en pie y el amigo mexicano lo llevó al edificio en su camioneta y lo presentó con la encargada, que vivía justo en frente, puerta con puerta al departamento que iba a ocupar. Como le faltaban las cortinas pasó la noche bajo la luz de la calle. A través de los ventanales como una mega pantalla veía los espectaculares iluminados y los anuncios de neón.
Al otro día se dio cuenta que estaba en medio de un paisaje nublado. El humo y los ruidos del ambiente eran agobiantes. Lo primero que hizo fue pintar un bosque verdoso en los vidrios de las ventanas. Lucían hermosos. Era una alternativa para aislarse de la contaminación. Suena el teléfono. Tiene teléfono. Unos días después, cuando vio los recibos de los otros inquilinos, se percató que la compañía había olvidado cobrar la cuenta a Julián y siguió conectado al importante servicio. Así pasó con el cobro de la luz y todo parecía indicar que no había control sobre este departamento. Suena el teléfono. Enseguida reconoció la voz de Ale; ¡cuanto tiempo sin tener noticias suyas!, por el tono en que le hablas me doy cuanta que eres muy afortunado y él, preocupándose porque se preguntaba que a dónde habías ido a parar. Y él no te impacientes que a eso de las doce del día salimos para Acapulco, dime si podemos pasar por ti” Ecliserio miró a su alrededor y buscó entre las pocas pertenencias, un traje de baño, pero no tenía ni ropa de verano, toda la había dejado en su reciente viaje a Cuba. Pensó llevar a la tintorería su mejor camisa, incluso de una buena marca, pero cuando la levantó del piso estaba llena de hoyos. Se sorprendió. La explicación vino después cuando vio un pequeño roedor esconderse detrás de unas cajas. La encargada se disculpó, pues se trataba de un hámster que su hijo tenía como mascota y lo descuidó por allí. Se había colado por debajo de la puerta haciendo varios destrozos en el closet y la alfombra. A mitad de la mañana llamó Ale de nuevo “que estamos aquí, debajo de tu casa, no tienes que traer equipaje, en el camino compramos de todo.
Es raro que en esta ciudad los domingos resulten silenciosos. Faltaba el bullicio de otras veces. Hoy se puede escuchar una repentina conversación o una música suavecita, pero los gritos de Ale desde el auto fueron totalmente desorbitados. No podía evitar la alegría de encontrarse a Ecliserio, verlo después de varios meses y Ecliserio también sonrió y pudo adivinar cuánto había “trabajado” Ale, para disfrutar de aquellos lujos. El hombre al volante, era Héctor, un tipo relativamente joven. Ecliserio ocupó el asiento trasero junto a una señora elegante y un muchacho. Ecliserio escucho en silencio la conversación que se iniciaba entre los tres y supo que la señora se llamaba Alicia, y era la madre de los dos amigos de Ale, que Héctor era dentista y el otro bailarín, como Ale. También supo que su padre había fallecido recientemente de cáncer de pulmón. Hablaron brevemente sobre el tabaquismo y la contaminación y lo que ellos habían batallado con su difunto padre para que dejara el vicio. Ale parecía vivir una coraza de felicidad, como una máscara que esconde irremediables tristezas. Fueron muy amables durante el viaje, el odontólogo hablaba con un acento atípico y divertido, presumía el haber conocido a Juana Bacallao y a Elene Burke. Adoraba la música cubana. Se sabía una serie de cuentos, famosos de la Bacallao. Anécdotas divertidas con las que, ciertas locas de la Habana se morían de risa. Ale había conocido a Héctor, el odontólogo en una discoteca, durante una época que él llamaba “los días del Clandestine”, donde tuvo que bailar encuerado para salir de la crisis económica. La última de sus presentaciones le causó una peligrosa bronquitis. El productor lo obligaba a bailar en una cabina de acrílico trasparente bajo el copioso chorro de la regadera.
Yo no sé por qué en estos viajes la gente hace de sus vidas un libro abierto lleno de ilustraciones. La vida de Ecliserio no es tan diferente a la de los demás, pero sabe que hay muchas personas encargadas de traducir los silencios y los rabiosos gestos, incluso los pensamientos. En el arte, los equívocos pertenecen a un juego divertido de las pasiones y, a la vuelta de los años, Ecliserio podría sentirse más allá del bien y del mal. Miró al muchacho que se desquiciaba con una enorme goma de mascar, representaba unos 19 años, aunque güero, tenía marcados rasgos nativos. Ecliserio no quería ser indiscreto, pero esos dientes proyectados hacia adelante le recordaban a un holguinero llamado Ángel y se quedó mirándolo. Desde que Ecliserio llegó a México, le sucede en su memoria un juego muy cómico; un rostro que ha visto por primera vez, por algún rasgo especial, lo remite a otro rostro ya conocido. Miré de nuevo a Dionisio, el hermano de Héctor y ya se había librado del chicle. Empezaba a roncar. Ale estaba impaciente y decía “cuando pasemos por una tienda me avisas, quiero comprar helados y orinar”. Ecliserio se alegró, así aprovechaba para ir al baño.

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Desde lo alto del onceavo piso, Ecliserio, parado en un balcón recorrió con la mirada las dos franjas de azul y arena al pie de la clásica cadena de hoteles que suele haber en las playas modernas. En las cercanías del edificio, la gente vacacionando debajo de las sombrillas, en un área privada frente al mar y Héctor, mira la inmensidad azul desde el balcón diciendo que espera a unos amigos para ir a una discoteca. La señora Alicia se había apropiado de una silla que parecía de ruedas y veía la televisión en silencio, tomando un helado de pistache con fresa. Vestía un típico vestido blanco, de Yucatán, un regalo de su mimoso hijo, el odontólogo. Alicia había empezado a gastar una pequeña fortuna heredada de su extinto esposo, en viajes turísticos y cruceros por el Caribe. Era un concepto en el cual buscaba una tranquilidad espiritual que nunca había tenido y una manera justa de olvidar las vicisitudes pasadas.
Después de una siesta generosa, Ecliserio despertó aturdido, pero recupero la euforia con una cerveza. Enseguida lo llamaron, ya estaban a punto de salir cuando llegó Rubén, el mexicano más oropeloso que había conocido. Amigo de Héctor. Más bien se trataron como colegas, pues estaban en ese asunto de mejorar la apariencia de la gente, sea una estrella o no, ellos podían rejuvenecer un rostro sin dejar rastros. Mientras uno era capaz de devolver una sonrisa poniendo dientes, el otro implantaba cabellos. Como algo adicional, andaba en el giro de la moda.
Rubén estaba diseñado como para una comedia y resultaba indescriptible en la conjugación de facetas que rayaban entre la insolencia y la burda transgresión. Su traje era un hibrido de caw boy y mariachi, en el que se hacían notorias unas puntiagudas botas de piel de víbora teñidas de rojo. Pero quizás lo más cruel era su casquete de cabellos implantados, que le daban una apariencia de momia bien conservada.
La señora Alicia se levantó de la silla y caminó despacio a su habitación. Enseguida se escucho música y los casi imperceptibles efectos de una telenovela. Héctor no quería molestar mucho a su madre. Al contrario, la complacía en todo, y con una sonrisa sarcástica le dijo a Ecliserio “que voy a tener que conseguirle un marido a mi madre.
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Ecliserio no dejó de visitar La Ciudadela. Era como su segunda casa. En los días que se vio sin teléfono, el señor Clemente le permitía hablar a Cuba desde su tienda. Después pasaba el día más tranquilo. Andaba ocupado en los trámites para conseguir que Braulio, su hijo, viajara a México.
Mientras esperaba el aviso de empleo en un centro cultural, Ecliserio entró en amistad con Ricardo, un salvadoreño estudiante de mecánica de aviación con el que coincidía en un café cercano en la calle Bucareli. Puso en evidencia su acento de cubano y fue un motivo para identificarse con el otro, por la igualdad de condición como inmigrante. Conoció a Mónica, su esposa mexicana y al pequeño Stephen. Fueron muchos días encontrándose en diferentes lugares, hasta que se convirtió para ellos, en una suerte de tío, a quien invitaban con frecuencia a pasar los fines de semana visitando pueblos cercanos de la Ciudad de México. Ricardo vivía solo en un departamento amplio y bien ubicado en la zona del Centro. Su relación con la mexicana había terminado: ella, porque le exigía una casa propia, un auto y la mantención del niño; y él, porque no soportaba a los suegros y tenía planes de irse a Nueva York con sus padres. Según ella “ya no había química entre los dos”, no tenían mucho en común, más que la responsabilidad con Stephen. Era una güera de ojos claros, hermosa y atípica. Él, un hombre de rasgos americanos, greñudo; con una indumentaria cara y desaliñada. Dentadura y sonrisa amplia. Complexión robusta, manos grandes y buen sentido del humor. Ecliserio había encontrado afinidad con Ricardo, no por el lado de las artes y las letras, sino por el buen comer; el gourmet fue el tema con el que habían iniciado una larga conversación desde el primer día que se encontraron en la cafetería. Pienso que también los acercó el hecho de encontrarse lejos de su tierra. Parecía que estuviesen compitiendo en eso de inventar platillos exóticos. Un día a la italiana y otro día a la cubana. En otra ocasión comida de la antigua china. Así podían librarse de caer en las taquizas, donde resultaba difícil evadir el picante.
México vivía una etapa de peculiar agitación política. El presidente Carlos Salinas estaba en su último año de gobierno. Y habíamos entrado en un mes atiborrado de propagandas que provenían de los partidos en campaña. Una tarde de septiembre se presentó Julián a su departamento en la colonia Condesa. Vino a proponerle a Ecliserio un trabajo en el cual debía dedicarse a pintar los interiores de algunas viviendas de su propiedad y luego decorarlas a cambio del usufructo de su departamento. Ecliserio que ya le había pagado con varias obras, aquel favor, le dijo rotundamente que no. Y él insistía en que era una buena oportunidad, porque aspiraba a diputado por un partido de oposición. Y Ecliserio que no quiso meterse en asuntos de política, decidió irse ese mismo día con el salvadoreño, quien ya le había ofrecido un espacio en la casa que rentaba.
Había llegado una carta de Cuba. Esperaba con ansias que el viaje de su hijo Braulio, se hiciera realidad, aunque desde la Isla, paradójicamente, sus cartas eran alentadoras, llenas de sabiduría y asombrosa ecuanimidad. Abrió el sobre y vio la pequeña letra de molde escrita con lápiz:
Querido padre: en estos días he visto como han cambiado algo nuestros planes, y ahora te escribo esta carta para contarte lo que pienso de esto. Confío en que todo lo que hagas esté bien y al final esta demora (no tan larga realmente) sea para mayor seguridad.
Te digo para vuestra tranquilidad que no sufro ningún tipo de desesperación ni “síndrome de evasión” tan común por acá, esta tranquilidad se debe a que tengo la seguridad de que tarde o temprano lograremos lo propuesto. No debes preocuparte y creo que mantenerte allá, ahora es de vital importancia para todos…
Debo decirte que en estos días he tomado algunas decisiones que me gustaría comunicarte personalmente, pero de no ser así, las adelanto ahora. Primero una como noticia ya debes saber: me casé con Marianela, aquella muchacha que viste en los días de tu última partida…
No sabes cuanto me preocupa vuestra salud, padre, en estos meses que son la época más fría del año, e impulsan no solo depresiones sentimentales sino también físicas…
Estas son unas letras apresuradas…
Braulio.
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En la cafetería se encontró de una manera casual con Mónica, la ex de Ricardo. Estaba con unos amigos y enseguida le guiñó un ojo. Ecliserio sabía que su amigo salvadoreño se pasaba hasta una semana entera cuidando el niño, por eso la miró y estuvo a punto de expresar una grosería mexicana, muy utilizada en la actualidad: “que poca tiene esta vieja”
Las relaciones de Mónica con Ricardo empeoraron, a raíz de que se enteró que ella tenía una nueva pareja. Esto influyó para que Ricardo no se presentara a los exámenes en el Politécnico. Había decidido irse a Nueva York lo antes posible. Tenía trabajo seguro con su padre, y podía ganar mucho más que en esta ciudad como taxista. Desde allá lucharía por el futuro de Stephan, “aunque por el momento lo deje con su madre, podría ayudarlo en una edad cuando más lo necesite.
Ecliserio escribía con facilidad en la computadora, y lo hacía por ayudar a Ricardo con la tesis. Finalmente, le pareció un tiempo perdido. De todos modos, tantos viajes a la biblioteca del Instituto para conseguir los libros, y tanto sacrificio por gusto, amigo. Y le decía a Ricardo: “si no te vas a graduar, y tus planes son irte a Norte América yo me puedo encargar de la renta, es un espacio que necesito para recibir a Braulio. Ricardo habló con la dueña del departamento y aceptó que Ecliserio se quedará por un tiempo.
Antes de que Ricardo se fuera a Nueva York, en una tarde de domingo, con los sentimientos encontrados por una despedida y un recibimiento decidieron celebrarlo en la cocina, inventado una serie de platillos de locura, en la que un pollo relleno de berenjenas y nueces adquiría el sabor de cuatro especias de la india. A esto le agregaron unos tamales elaborados con crema de elote, queso de cabra y hoja santa. Estuvieron pelando frutas, batiendo harinas, triturando especias, licuando salsas y quesos, hasta un poco antes de que llegaran los invitados para ofrecerles un menú fuera de lo común:
Sopa sueca de zetas horneadas con aceite de maní.
Pimiento relleno con pechuga de colibrí en salsa de mango moro.
Zorzal en crema de piñones rosados ahogados en jugo de mandarina
Colocaron sobre un tapiz que hacía de gran mantel en el piso de la sala, varias bandejas atiborradas con todo aquello, humeante y cargado de sabores. Se sentaron a la manera de los monjes tibetanos, pero sin una pisca de reverencia; Ale musitó que añoraba un plato de congrí y unos tostones y Christian se negaba a comer el zorzal, aterrado por la fragilidad de su dentadura postiza. Dionisio, insistía en ponerle chile chipotle a todo, mientras Héctor iniciaba el ritual del vino, abriendo una botella de un vino de Rosa, Crianza de los viñedos del Señor Conde de Saría.

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Ricardo se había ido. El departamento quedó arrendado por Ecliserio, por dos o tres meses, fue todo lo que pudo prolongar su estancia allí. La señora Solórzano había recibido una notificación en la que debía entregar la casa. No tenía otra alternativa. Se trataba de una herencia intestada y esto implicaba un interminable pleito de demandas y contra demandas, porque según se descubrió días más tarde, la supuesta dueña, había mantenido en secreto el fallecimiento de su madre, la propietaria legítima del inmueble y para evitar que algunos vecinos estuvieran al tanto del caso. Arropó el cadáver de su madre y lo metió en su carro diciendo que “la voy a hospitalizar porque está muy mal, la pobre”. Así que aquella historia no tenía fin; un día que” la llevó para Monterrey con su otra hija” y otro día que “ya está mejor, pero tiene alergia a los olores de las pollerías” del un mercado de la planta baja del edificio. Finalmente, de esta historia nadie supo más detalles, y Ecliserio podo estar tranquilo allí, hasta que se efectuara la mudanza de los muebles, que ella debía enviar en un tráiler hacía el norte del país.
El día de la cena gourmet, Christian estaba entre los invitados y aprovechó la oportunidad para interesarse por un cuarto en el apartamento de la Solórzano. No era para él, pero quería pagar un favor a un amigo, que se dedicaba al comercio de artesanías mexicanas, y era proveedor de varios clientes en la Ciudadela. Ecliserio no quería meterse en problemas, admitiendo al amigo de Christian en el departamento; había una situación legal interfiriendo y no podía darle una respuesta definitiva. Para Ecliserio resultaba una situación incómoda, porque Christian había sido una persona hospitalaria con él. Y, por otro lado, quería que Braulio, al llegar a México, se sintiera lo más a gusto posible, mientras buscaba un lugar más confortable. Sabía que en cualquier momento podía aparecer un encargado de los asuntos legales del inmueble, seguramente en proceso de expropiación.
El día que llegó Braulio, casi a media noche, unas horas antes, sin previo aviso, se apareció el recomendado de Christian, cargando varios costales de máscaras chiapanecas, la sala parecía un museo de arte popular. Se presentó como gente de dinero y presumiendo un apellido pomposo, según él mismo explicó con abundante verborrea,” oriundo de un estado del Norte, me llamo Gabriel del Cerro Blanco”. Ecliserio no tuvo otra alternativa, aunque igual le pudo decir “lo siento” pero le dijo que se quedara, sólo un par de días.

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La más intrigante de las dudas, fue para Ecliserio la de saber lo que Braulio escuchó por boca de su madre. Enseguida que llegó a México advirtió un distanciamiento muy parecido al vacío. A la niebla de las suposiciones que emanan de cualquier misterio. Aun así, no se sentía derrotado. Había aceptado sus errores ya enmendados, como había hecho su abuelo en la Colonia Uno, cuando cegó el pozo y sólo quedaron las huellas y con el tiempo se perdieron y son referencias que persisten únicamente en la memoria.
El choque de tantas emociones le otorgó a Ecliserio un valor especial. Buscaba reconciliar los tiempos, el tiempo de la devoción familiar, el de la separación, el tiempo presente y abrumador, cargado de silencios y ruidos aleatorios. No en vano nos lamentamos de lo estéril, como un resultado de la incomunicación. Un instante. De repente llegó a sentirse sitiado. Vivió un lapso escalofriante, una espina que recorría los rincones más oscuros del presentimiento. Y casi inmóvil sobre su propia sombra, mirándolo debajo de la lámpara de neón. Pero al momento Ecliserio recuperó una sonrisa plena de felicidad. Más allá del papel que le había tocado jugar desde su origen junto a lo más preciado de su existencia: era el objeto de su afecto por el cual sería capaz de dar la vida.
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Querido Braulio, siempre tuve noticias de ti, sobre todo en aquellos años marcados por la gran apoteosis de los navegantes. Al contrario de Ulises, seguramente estaríamos de acuerdo en que ellos no deseaban abandonar Ítaca. No quiero imaginar cuántas veces, frente al malecón, fuiste tentado a que algo sucediera como en la mitología, como en el mar rojo cuyas aguas fueron abiertas por la vara de Moisés y de pronto te sorprendieras de verlo repitiendo el milagro. Pero más grandioso y terrible que las olas enfurecidas sobre los ejércitos del Faraón, resultaba para mí el tiempo, las cosas que nos fueron separando cuando el espejo de la mañana ya no me ofrecía la renovación de antes, y era sólo un espacio para la contemplación de un rostro familiar, una efímera máscara interpuesta por el tiempo sobre la heredad de la carne, que sólo la muerte sabe o ignora. Nos fue separando también ese aire pesado sobre la bahía de un gris plomizo y bloqueador. Después sólo arena. Un rostro dibujado que la espuma desdibuja y barre. Años de distancia en una eternidad de agua, litorales que se pierden, bosques emergiendo en la eclosión, que fueron antes extinguidos por el fuego.
Nos separa un valle estremecido por la saturación y el humus de las extrañas clonaciones, un caballero andante batallando contra la furia del reciclario al rescate de la mujer dormida. Nos separa una tierra sumamente cálida y los hielos del norte, licuándose. Nos separa la frontera burlona y burlada, el caos, la incertidumbre, las persecuciones, el tic tac del reloj del sordo mudo, el corazón que pinta al ritmo de su pulso. Las fantasías del mago, enviando bosques cibernéticos, los intervalos del principio y del fin, brevemente desvelados en el plasma de una pantalla plagada de cuerpos desnudos en oferta virtual. La enfermedad extrema de la mascota, aquel gatito negro embelesado frente a una vela musical de cumpleaños. Nos separa la caída del mito y la ausencia del héroe, las pasajeras adoraciones que rescatan lo pagano. El llanto secreto por las muertes insólitas. Nos separa la consolación del cine, la televisión, el sistema de huracanes, su inventario por orden alfabético, el desencanto, las nubes y el desorden, los jubilosos juegos del oráculo, las palmas de las manos sobre el tapiz de la bruja, la esperanza, la espera.
Nos une, sin embargo el silencio y la costumbre, la controversia, el coqueteo y el engaño. El triángulo de amor y desamor afianzado entre isla y continente.
Yo sabía de ti Braulio, hijo. Siempre esperándote, como el que espera la más sagrada visitación. Fijo como el ancla, en los hilos de la sangre que nos diferencia y nos une, que nos separa y nos prolonga en la heredad de lo continuo.
Ecliserio metió sus papeles en las oquedades de los arrecifes. En ellos había dibujado universos. Sabía que el show estaba a punto de comenzar, animado por una bandada de gaviotas. Se despidió del viejo perfil de la Habana. Después dejó que lentamente, el mar se lo tragara.

México, DF a 17 de septiembre de 2008.





















Al anochecer Ecliserio dio unas vueltas en el nuevo pent-house, el bosquecillo verde que pintó en el vidrio de su ventana se veía espléndido ahora no se me antoja otra cosa